Capítulo de Brienne VIII, cuando Lady Corazón de Piedra aparece para juzgar a la Doncella de Tarth.

El verano ha acabado, así que La Compañía se apresta a volver a la normalidad. Entre algunos contratos firmados y el saqueo de un par de ciudades, hemos sacado algo de tiempo para preparar una nueva edición de El Campeón del Torneo. Por si alguna cara nueva se ha sumado recientemente, llevad hasta la tienda de @Briana Storm una copa de vino para agradecerle el origen de esta sección.

Hoy regresamos con el capítulo vencedor del arco de Brienne en Festín de Cuervos. Para sorpresa de algunos, el septón Meribald y su grandioso discurso ha quedado en segunda posición. La Compañía ha hablado y, para sorpresa de muchos, ha sido brienne viii quien se ha alzado vencedor en este torneo. Motivos no le faltan, la verdad, y nosotros encontramos en esta victoria la excusa perfecta para mostrar ese cambio de registro que sufre Canción de Hielo y Fuego a partir de Tormenta de Espadas. Poco a poco, el juego de tronos va quedando de lado, como un antecedente, y cada vez es más visible la barbarie que ha generado. En esa barbarie hay monstruos y magia, pero también errores profundamente humanos.

El preludio del Invierno

Pero empecemos por el principio, ya que, como ocurre muchas veces en los capítulos de Canción de Hielo y Fuego, la clave se encuentra ya en la primera sentencia que nos dicta Martin. brienne viii se abre así:

«Esto es una pesadilla», pensó.
Pero si estaba soñando, ¿por qué le dolía tanto?

 

La pesadilla no es solo lo que Brienne sueña. Tampoco es lo que ha vivido durante Festín de Cuervos. La pesadilla son las propias Tierras de los Ríos y, por extensión, la pesadilla es el propio estado de la narrativa en este momento. Los grandes señores todavía no se han dado cuenta, pero la gente común, de a pie, aquellos estratos que ha podido descubrir la Doncella de Tarth, saben que ha llegado el preludio del Invierno. Ya no es solo la guerra; algo extraño, sobrenatural y oscuro se ha despertado, convirtiendo las fértiles tierras de los Tully en un paisaje aterrador:

Soñó que estaba en Harrenhal, otra vez en el foso del oso. En aquella ocasión se enfrentaba a Mordedor, enorme, calvo, blanco como un gusano, con llagas supurantes en las mejillas. Se acercó a ella desnudo, acariciándose el miembro y rechinando los dientes. Brienne huyó de él.
[…]
Cabalgaban por un bosque umbrío, un lugar húmedo, oscuro y silencioso donde los pinos crecían muy juntos. El terreno era blando bajo los cascos de su caballo; las huellas que dejaba se llenaban de sangre. Junto a ella cabalgaban Lord Renly, Dick Crabb y Vargo Hoat. La sangre manaba de la garganta de Renly. La oreja arrancada de la Cabra rezumaba pus.
—¿Adónde vamos? —preguntó Brienne—. ¿Adónde me lleváis?
Ninguno le respondió.
«¿Cómo van a responder? Todos están muertos.»
Entonces, ¿ella también estaba muerta?
[…]
—Algunos la llaman así; otros le dan nombres diferentes: la Hermana Silenciosa, la Madre Inmisericorde, la Ahorcadora.
«La Ahorcadora.» Cuando cerraba los ojos, Brienne veía los cadáveres que se balanceaban bajo las ramas desnudas, con el rostro ennegrecido e hinchado. De repente la dominó un miedo atroz.
[…]
Soñó que estaba tumbada en un bote, con la cabeza en un regazo. Estaban rodeados de sombras, de hombres encapuchados vestidos de cuero y malla que los impulsaban por las neblinas del río con los remos envueltos para no hacer ruido. Estaba empapada en sudor y ardía, y al mismo tiempo estaba tiritando. La niebla estaba llena de rostros.

 

Brienne apenas puede observar nada de la realidad en la que se encuentra, y nosotros no somos partícipes de lo que está viendo. Pero da igual. Ya lo hemos visto durante todo su periplo y es de hecho el mismo material con el que están hechas sus pesadillas. Al despertar, lo que ve es incluso peor que un mal sueño:

Cuando llegó la hora de montar otra vez, le taparon la cara con un capuchón de cuero. No tenía agujeros para los ojos. El cuero amortiguaba los sonidos. El sabor de la cebolla le impregnaba la lengua, tan intenso como la conciencia de su fracaso.
[…]
Brienne se despertó de repente, jadeando.
No sabía dónde se encontraba. El aire era frío y denso; olía a tierra, a moho, a gusanos. Estaba tumbada en un catre, bajo una montaña de pieles de oveja. Por encima de ella había roca, y de las paredes sobresalían raíces. La única luz procedía de una vela de sebo que humeaba en un charco de grasa fundida.
Apartó las pieles a un lado. Vio que le habían quitado la ropa y la armadura. Llevaba un vestido sencillo de lana marrón, fino pero recién lavado. Tenía el antebrazo entablillado y vendado. Sentía un lado de la cara mojado y rígido. Se lo tocó. Una especie de cataplasma húmeda le cubría la mejilla, la mandíbula y la oreja.
«Mordedor…»
Se puso en pie. Notaba las piernas débiles como el agua; la cabeza, liviana como el aire.
—¿Hay alguien ahí?
Algo se movió en uno de los nichos sombríos que había tras la vela. Era un anciano vestido de harapos. Las mantas con las que se había tapado cayeron al suelo. Se incorporó y se frotó los ojos.[…]
El suelo de la cueva era de piedra y tierra; lo sentía basto y desigual bajo las plantas de los pies. Seguía teniendo nubes en la cabeza, como si estuviera flotando. La luz titilante proyectaba sombras extrañas.
«Los espíritus de los muertos bailan a mi alrededor, se esconden cuando me vuelvo para mirarlos.»
Había agujeros, grietas y hendiduras por todas partes, pero no tenía manera de saber qué pasadizos la llevarían al exterior, cuáles se adentraban aún más en la cueva y cuáles no iban a ninguna parte. Todos eran negros como boca de lobo.

 

En realidad, es como si Martin estuviera haciéndonos partícipes a través de los sueños de Brienne de la transformación que ha sufrido todo este lugar. Aquí hay algo más que un festín de cuervos; los desastres de la guerra hacen latir una maldad que se ha apropiado de todo el territorio y la barbarie ha alcanzado a todos. Incluso a los que antaño se creyeron héroes:

—¿Qué creéis que he hecho? —preguntó—. ¿Quiénes sois?
—Al principio éramos hombres del rey —le respondió—, pero los hombres del rey necesitan un rey, y nosotros no lo tenemos. También éramos monjes, pero ahora se ha roto la cofradía. Si queréis que os diga la verdad, no sé quiénes somos ni hacia dónde vamos; sólo sé que el camino es turbulento. Los fuegos no me han mostrado qué hay al final.
«Yo sé qué hay al final. He visto los cadáveres en los árboles.»
—Fuegos —repitió Brienne. De repente lo había comprendido—. Sois el sacerdote myriense. El mago rojo.
Él se miró la túnica harapienta y sonrió con tristeza.
—Más bien el impostor rosa. Sí, soy Thoros, antes de Myr. Mal sacerdote y peor mago.
—Cabalgáis con Dondarrion, el señor del relámpago.
—El relámpago viene y va, y nadie vuelve a verlo. Lo mismo pasa con los hombres. Mucho me temo que el fuego de Lord Beric se ha apagado en este mundo. En su lugar nos guía ahora una sombra más lúgubre.

 

En su viaje, Brienne ha podido descubrir que la tranquilidad es aquí una isla, es decir, un lugar aislado, un oasis. Pero en los márgenes, más allá de los grandes castillos y de la mirada atenta de los grandes señores, lo que se está viviendo en las Tierras de los Ríos es una pesadilla. Y es el propio paisaje el que simboliza el cambio. Martin es especialmente recurrente con esta idea:

Los espectadores no respondieron. Allí estaba Renly, con Dick el Ágil y Catelyn Stark. Shagwell, Pyg y Timeon miraban también, y los cadáveres que colgaban de los árboles con las mejillas hundidas, la lengua hinchada, las cuencas de los ojos vacías. Brienne lanzó un aullido de terror al verlos, y Mordedor la agarró por un brazo y le arrancó un trozo de cara de un mordisco.
[…]
«La Ahorcadora.» Cuando cerraba los ojos, Brienne veía los cadáveres que se balanceaban bajo las ramas desnudas, con el rostro ennegrecido e hinchado. De repente la dominó un miedo atroz.
[…]
—La inmunidad de los huéspedes ya no es lo que era —respondió la muchacha—, y menos desde que mi señora volvió de la boda. Algunos de los que cuelgan al lado del río también creían que eran invitados.
—Fue un ligero malentendido —dijo el Perro—. Querían camas y les dimos árboles.
—Pero tenemos más árboles —aportó otra sombra. Bajo el yelmo oxidado le faltaba un ojo—. Siempre hay más árboles.
[…]
«Yo sé qué hay al final. He visto los cadáveres en los árboles.»
[…]
Volvieron a atarle las manos y la sacaron de la cueva por un sendero de piedra empinado que llevaba a la superficie. Se sorprendió al ver que, en el exterior, ya había salido el sol. Los haces de luz blanca del amanecer se filtraban entre las ramas de los árboles.
«Hay muchos árboles para elegir —pensó—. No tendrán que llevarnos muy lejos.»
Así fue. Bajo un sauce retorcido, los bandidos le pusieron un nudo corredizo al cuello, lo tensaron y lanzaron el otro extremo de la soga por encima de una rama. A Hyle Hunt y a Podrick Payne les tocaron olmos.

 

Es especialmente significativo que este cambio de registro tenga lugar en las Tierras de los Ríos. Han sido, por antonomasia, el contexto ideal en el que hemos visto las consecuencias del juego de tronos. No solo fue allí donde comenzó la Guerra de los Cinco Reyes con el ataque de los hombres de Clegane, es que podemos remontarnos incluso a los tiempos del Torneo de Harrenhal y, por supuesto, a la batalla del Tridente, para entender hasta qué punto el corazón de los Siete Reinos ha estado vinculado con la deriva política del continente. Fue allí donde la política matrimonial de los Tully consolidó la alianza rebelde, y también donde Meñique juró su venganza, dando el pistoletazo de salida para Juego de Tronos.

A estas alturas, sin embargo, el juego de tronos aquí ya tiene un aroma diferente. De hecho, Festín de Cuervos trata de mostrar hasta qué punto se está tambaleando todo el sistema político establecido por las grandes casas de Poniente. Como ejemplo, basta echar un vistazo a unos pocos detalles que ilustran la política en la zona para observar la vacuidad del juego de poderes que se está desarrollando allí:

—Anda, guarda esa tontería —espetó su mujer—. Mientras el Pez Negro esté en Aguasdulces, ese papel te vale para limpiarte el culo y poco más. —Hacía cincuenta años que se había unido a los Frey, pero seguía siendo una Lannister. «Una enorme cantidad de Lannister»—. Jaime te entregará el castillo.

festín de cuervos, jaime v

—Son mis murallas —protestó Lord Emmon—; es mi puerta la que queréis derribar. —Volvió a sacarse el pergamino de la manga—. El propio rey Tommen me ha concedido…
Ya hemos visto todos el papelito, tío —le espetó Edwyn Frey—. ¿Por qué no vas a enseñárselo al Pez Negro, para variar un poco?

festín de cuervos, jaime vi

Joffrey os otorgó Harrenhal. Allí sois el señor de pleno derecho.
Sólo tengo el título. Necesitaba un asentamiento importante para casarme con Lysa, y los Lannister no estaban dispuestos a concederme Roca Casterly.
—Sí, pero el castillo es vuestro.
—Y menudo castillo. Salones cavernosos, torres en ruinas, fantasmas y corrientes de aire. Calentarlo es ruinoso; defenderlo, imposible… Y también está el asuntillo de la maldición.

festín de cuervos, alayne i

 

briene viii es el ejemplo perfecto de hasta qué punto, poco a poco, lo sobrenatural se ha ido apoderando de la narración, casi sin que nos diéramos cuenta. La pacificación, la cuestión política más importante a esta altura de los libros en esta zona de Poniente, es fundamentalmente un fracaso.

Por tanto, no podemos entender el arco de Brienne, y menos todavía este capítulo en concreto, únicamente como el fracaso de su misión imposible. Narrativamente, el viaje de Brienne cojea en un punto fundamental que poco tiene que ver con ella: los lectores sabemos que se trata de un fracaso porque sabemos dónde está Sansa e incluso leemos capítulos suyos en el mismo libro. Al contar con esta información, la tensión del arco desaparece.

De fondo, sin embargo, Martin nos está hablando de otra cosa. Es lógicamente en el meollo del juego de tronos donde nos encontramos con el festín de cuervos: Brienne, la desgracia personificada, se adentra así en el territorio más desgraciado de todo Poniente. Allí la maldad se extiende por doquier; pero no todo es achacable a una maldición, sino más bien a los errores de los hombres. Somos nosotros los que creamos a nuestros propios monstruos:

—Es un niño —repitió—. Tened piedad.
—Mi señora —le dijo Thoros—, no dudo que haya algún lugar de los Siete Reinos donde queden restos de piedad y misericordia, pero no está aquí. Esto es una cueva, no un templo. Cuando los hombres se ven obligados a vivir como ratas bajo tierra, la piedad se les acaba tan deprisa como la leche y la miel.
—¿Y justicia? ¿Hay justicia en las cuevas?
—Justicia. —Thoros esbozó una sonrisa débil—. Recuerdo la justicia. Tenía un sabor grato. La justicia era nuestra meta cuando nos mandaba Beric, o al menos eso nos decíamos. Éramos hombres del rey, caballeros, héroes… Pero algunos caballeros son oscuros y están poblados de terrores, mi señora. La guerra nos convierte a todos en monstruos.
¿Me estáis diciendo que sois monstruos?
Estoy diciendo que somos humanos. No sois la única que ha sufrido heridas, Lady Brienne. Algunos de mis hermanos eran buenas personas cuando empezó todo esto. Otros eran… Dejémoslo en menos buenos. Aunque hay quien dice que no importa cómo empieza un hombre; sólo importa cómo acaba. Supongo que lo mismo se puede decir de las mujeres. —El sacerdote se puso en pie—. Me temo que se nos termina el tiempo. Oigo a mis hermanos acercarse. La señora os manda buscar.

 

Brienne, como quintaesencia de la caballería y el vasallaje, ha estado durante todo su periplo enfrentándose a sus propios monstruos. Comenzó con Tarly y sus hombres, quienes hicieron de su juventud una auténtica desgracia. Hubo leyendas de cabezas parlantes y tritones, pero pronto se encontró con monstruos de verdad: los restos de los Titiriteros Sangrientos.

Sin embargo, nada, ni siquiera el Perro, Rorge, Mordedor o el oso de Harrenhal; ni siquiera los insultos ni sus peores pesadillas, pueden compararse con el horror que sirve de clímax de su arco. Lady Corazón de Piedra sirve de colofón perfecto para mostrarnos este dantesco descenso a los infiernos. Aquella mujer a quien sirvió, quien la protegió frente a la magia negra de Melisandre, a quien se encuentra sirviendo de hecho, es ahora un monstruo que solo desea venganza:

—¿Con quién he sido falsa?
—Con ella —replicó el norteño—. ¿O ha olvidado mi señora que juró servirla?
La Doncella de Tarth sólo había jurado servir a una mujer.
—No es posible —dijo—. Está muerta.
La muerte es como la inmunidad de los huéspedes —murmuró Jeyne Heddle, la Larga—. Ya no es lo que era.
Lady Corazón de Piedra se quitó la capucha y se desató la bufanda de lana gris que le cubría el rostro. Tenía el pelo blanco como el yeso, seco y quebradizo. Tenía manchas verdes y grises en la frente, y también las marcas marrones de la putrefacción. La carne del rostro le colgaba en jirones desde los ojos hasta la mandíbula. Algunas desgarraduras estaban cubiertas de costras; otras dejaban el cráneo a la vista.
«Su rostro —pensó Brienne—, su rostro, que era tan bello y tan fuerte, con una piel tan tersa…»
—¿Lady Catelyn? —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. Dijeron… Dijeron que habíais muerto.
—Y así fue —aseguró Thoros de Myr—. Los Frey le rebanaron el cuello de oreja a oreja. Cuando la encontramos junto al río llevaba tres días muerta. Harwin me suplicó que le diera el beso de la vida, pero había pasado demasiado tiempo. No quise hacerlo, así que fue Lord Beric quien puso los labios en los suyos, y la llama de la vida salió de él para entrar en ella. Y… se levantó. El Señor de la Luz nos ampare. Se levantó.
«¿Todavía estoy soñando? —se preguntó Brienne—. ¿No será otra pesadilla nacida de los dientes de Mordedor?»
—Yo no la traicioné jamás. Decídselo. Lo juro por los Siete. Lo juro por mi espada.
La cosa que había sido Catelyn Stark volvió a llevarse la mano a la garganta; los dedos pellizcaron el espantoso tajo del cuello, y graznó más sonidos.

 

Es el mundo del revés, donde ni la justicia ni la costumbre reinan. Las tradiciones han muerto, pero la venganza siempre sobrevive. Y Martin quiere que saboreemos su amargor. Lady Corazón de Piedra representa esa revisión de la resurrección en la literatura fantástica. Quiere mostrarnos que morir es un hecho que no puede quedar libre de consecuencias.

Algo de eso ya los vimos en el epílogo de Tormenta de Espadas. Allí, Lady Corazón de Piedra desataba su ira sobre, posiblemente, el más inocente de los Frey. Ahora, Martin, va un pasito más allá y utiliza a Brienne (y, por extensión, a un Jaime que se ha ganado toda nuestra simpatía) para removernos las entrañas. Como lectores, también debemos tener cuidado con lo que deseamos. Y todos esperamos que llegue el Invierno de una vez, pero lo que Martin ha dejado bien claro con este preludio es que luego nos arrepentiremos.

 

Y, ahora, vuestro turno: ¿qué destacaríais vosotros de este capítulo? ¿Supisteis qué palabra era la que gritó Brienne al final del capítulo? ¿Qué pensáis que va a suceder con Lady Corazón de Piedra, Brienne y Jaime en el futuro?