Señora Noble era más una tina que una nave, grasienta, y se revolcaba por las aguas como hacían las nobles damas de las tierras verdes. Sus bodegas de carga eran grandes y Victarion las guarneció con hombres armados. Con ella navegaban las otras presas que la Flota del Hierro había capturado en su largo viaje a la Bahía de los Esclavos, un surtido zafio de galeras, barcazas y navíos mercantes; salpicado aquí y allá con algunos barcos de pesca. Era una flota de naves gordas y endebles, muy prometedoras para comerciar lanas y vinos y otras mercancías pero nada para situaciones de peligro. Victarion entregó el mando a Wulf Una Oreja.

—Los esclavistas puede que se estremezcan cuando vean tus velas alzarse del mar —le dijo—, pero una vez que os hayan divisado claramente se reirán de sus temores. Comerciantes y pescadores, eso es todo lo que sois. Cualquier hombre puede verlo. Dejad que se acerquen tanto como quieran, pero oculta a tus hombres bajo la cubierta hasta que estés listo. Entonces rodéalos y abórdalos. Libera a los esclavos y alimenta al mar con los esclavistas, pero toma las naves. Necesitaremos de cada barco para llevarnos de regreso a casa.
—A casa —dijo sonriente Wulf—. A los hombres les gustará el sonido de eso, señor Capitán. Las naves primero y luego destrozaremos a estos hombres de Yunkai. Sí.

La Victoria de Hierro fue amarrada junto a la Señora Noble, las dos naves ceñidas firmemente con cadenas y arpeos, y una escalerilla se extendió entre ellas. La Señora Noble era mucho más grande que el buque de guerra y se alzaba más alta sobre las aguas. A lo largo de la borda asomaban las caras de los hombres del hierro, mirando como Victarion palmeaba a Wulf Una Oreja en el hombro y lo enviaba trepando por la escalerilla. El mar estaba tranquilo e inmóvil; el cielo iluminado por las estrellas. Wulf ordenó retirar la escalerilla y las cadenas fueron lanzadas. El buque de guerra y la gran galera separaron su curso.

En la distancia, el resto de la afamada flota de Victarion estaba izando la vela. Unos confusos vítores salieron de la tripulación de la Victoria de Hierro y fue respondida de igual manera por los hombres de la Señora Noble.

Victarion le había dado a Wulf sus mejores guerreros. Los envidió. Serían los primeros en asestar el golpe, los primeros en ver esa mirada de terror en los ojos de los enemigos. Mientras, él estaría en pie en la proa de la Victoria de Hierro observando a los buques mercantes de Una Oreja desaparecer uno por uno hacia el Oeste. Las caras de los primeros enemigos que había matado alguna vez volvieron a Victarion Greyjoy. Pensó en su primera nave, en su primera mujer. Sentía inquietud, un hambre por el alba y las cosas que traería este día. «Muerte o gloria, hoy beberé hasta desfallecer de ambas». El Trono de Piedramar debería haber sido suyo cuando Balon murió, pero su hermano Euron se lo había robado, como le había robado a su esposa muchos años antes. «La robó y la mancilló, pero la dejó para que yo la matara».

Todo eso ya pasó y había quedado atrás, pese a todo. Y Victarion tendría por fin su revancha. «Tengo el cuerno y pronto tendré a la mujer. Una mujer más bella que la esposa que él me hizo matar».

—Capitán —la voz pertenecía a Longwater Pyke—, los remeros esperan sus órdenes. Tres de ellos, y fuertes.
—Envíalos a mi camarote. Necesitaré al sacerdote también.

Todos los remeros eran grandes. Uno era un muchacho, uno un bruto y el otro el bastardo de un bastardo. El Chico había estado remando por menos de un año, el Bruto por veinte. Tenían nombres, pero Victarion no los conocía. Uno había venido del Lamentación, uno del Gavián, y el otro del Beso de la Araña. No podría esperarse que supiera los nombres de cada esclavo que había cogido alguna vez un remo en la Flota de Hierro.

—Mostradles el cuerno —ordenó cuando los tres se habían acomodado en su camarote.

Atadragones, ilustración por Yoann Boissonnet

Morroqo lo sacó a la luz y la mujer morena alzó una linterna para que todos le echaran vistazo. Bajo la fluctuante luz el cuerno infernal parecía retorcerse y girar en las manos del sacerdote como una serpiente luchando por escapar. Morroqo era un hombre de tamaño monstruoso, de enorme barriga, ancho de espaldas y prominente, pero incluso sujeto por él el cuerno parecía enorme.

—Mi hermano encontró esta cosa en Valyria —les dijo Victarion a los esclavos—. Pensad en lo grande que debía haber sido el dragón capaz de portar dos de estos sobre su cabeza. Más grande que Vhagar o Meraxes, más grande que Balerion el Terror Negro —tomó el cuerno de Morroqo y recorrió sus curvas con la palma de su mano—. En la Asamblea de sucesión en Viejo Wyk, uno de los mudos de Euron sopló este cuerno. Algunos de vosotros lo recordaréis. Fue un sonido que ningún hombre que lo haya oído jamás olvidará.
—Dicen que murió —dijo el Chico—. El que sopló el cuerno.
—Sí. El cuerno estaba humeando después. El mudo tenía ampollas en sus labios y el pájaro tatuado en su pecho estaba sangrando. Murió al día siguiente. Cuando le abrieron por dentro, sus pulmones estaban negros.
—El cuerno está maldito —dijo el Bastardo del Bastardo.
—Es un cuerno de un dragón de Valyria —dijo Victarion—. Sí, está maldito. Nunca dije que no lo estuviera —pasó rozando con su mano a lo largo de una de las bandas de oro rojo y las runas antiguas parecían cantar bajo las yemas de sus dedos. Durante medio latido de su corazón no deseó nada más que hacer sonar el cuerno él mismo. «Euron fue un necio al darme esto, es una cosa preciosa y poderosa. Con esto ganaré el Trono de Piedramar y luego el Trono de Hierro. Con esto ganaré el mundo»—. Claggorn sopló el cuerno tres veces y murió por eso. Era tan grande como cualquiera de vosotros y fuerte como yo. Tan fuerte que podía arrancar la cabeza de un hombre de sus hombros con sólo sus manos desnudas y aun así el cuerno lo mató.
—Nos matará entonces también a nosotros —dijo el Chico.

Victarion no perdonaba a menudo a un esclavo por hablar a destiempo, pero el Chico era joven, de apenas veinte años y además pronto moriría. Lo dejó pasar.

—El mudo hizo sonar el cuerno tres veces. Vosotros tres sólo lo haréis una. Pudiera ser que murierais, pudiera ser que no. Todos los hombres mueren. La Flota de Hierro está navegando hacia la batalla. Muchos en esta misma nave estarán muertos antes que se ponga el sol, apuñalados o acuchillados, destripados, ahogados, quemados vivos; sólo los Dioses saben quiénes de nosotros estarán aquí cuando venga la mañana. Haz sonar el cuerno y vive y yo te haré un hombre libre; a uno, a dos o a los tres. Os daré esposas, una porción de tierra, una nave para navegar, esclavos propios. Los hombres conocerán vuestros nombres.
—¿Incluso usted, Lord Capitán? —le preguntó el Bastardo del Bastardo.
—Sí.
—Yo lo haré entonces.
—Y yo —dijo el Chico.

El Bruto no dijo nada, pero cruzó sus brazos y asintió.

Si eso hacía que los tres se sintieran más valientes y creyeran que tenían alguna opción, podían aferrarse a eso. Victarion se preocupaba poco de lo que creyeran unos esclavos.

—Navegaréis conmigo en la Victoria de Hierro —les dijo—, pero no os uniréis a la batalla. Chico, eres el más joven, tú harás sonar el cuerno primero. Cuando llegue el momento lo harás soplar larga y ruidosamente. Dicen que eres fuerte. Sopla el Cuerno hasta que estés demasiado débil para mantenerte de pie; hasta el último aliento que puedas sacar de ti, hasta que tus pulmones estén ardiendo. Haz que te oigan los libertos en Meereen, los esclavistas en Yunkai, los fantasmas en Astapor. Haz que los monos se caguen encima a causa del sonido cuando llegue a la Isla de Cedros. Entonces pasas el cuerno al próximo hombre. ¿Me has oído? ¿Entiendes qué debes hacer?

El Chico y el Bastardo del Bastardo tiraron de un mechón de su pelo; el Bruto habría hecho lo mismo, pero era calvo.

—Podéis tocar el cuerno. Ahora marchad.

Se fueron uno tras otro, los tres esclavos y después Morroqo. Victarion no le permitiría llevarse el cuerno infernal.

—Lo guardaré aquí conmigo hasta que sea necesario.
—Como ordene. ¿Necesitará que lo sangre?

Victarion asió a la mujer oscura por la muñeca y tiró hacia él.

—Ella lo hará. Ahora vete a orar a tu dios rojo. Enciende tu fuego y dime lo que ves.

Los ojos oscuros de Morroqo parecieron brillar.

—Veo dragones.

Traducido por Los Siete Reinos

 

¡Qué corto se me ha hecho!», estará pensando el humilde lector al terminar de leer. Pues no, amigo, no se trata de una sensación. Y es que George R.R. Martin ha afirmado que el capítulo no está completo. Menudo troll está hecho, que ya no sólo alarga indefinidamente la espera de Vientos de Invierno sino que nos da capítulos a medias. Pero no desesperemos, que este ansia viva por más material se verá recompensada en una eternidad muy pronto.

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