En la tristeza de la noche, los hombres muertos volaron sobre las calles de la ciudad. Los cadáveres descompuestos se despedazaban en el aire y estallaban al caer contra el suelo, esparciendo larvas, gusanos y cosas aún peores. Algunos incluso alcanzaban las pirámides y torres dejando manchas de sangre en los lugares donde impactaban. Aún siendo tan grandes como eran, las catapultas yunkias no tenían el alcance suficiente para arrojar sus repulsivas cargas más adentro de la ciudad y gran parte de los cadáveres aterrizaban justo dentro de las murallas o impactaban contra las barricadas, parapetos y torres defensivas.
Con las «Seis Hermanas» instaladas rodeando Meereen, cada parte de la ciudad había sido golpeada, a excepción de las comunidades cercanas al río del norte. No había catapulta alguna que pudiese cruzar el ancho del Skahazadhan. «Una pequeña muestra de piedad», pensó Barristan Selmy mientras cabalgaba hacia la plaza mercantil que había dentro la Gran Puerta Oeste de Meereen.
Cuando Daenerys tomó la ciudad, sus seguidores irrumpieron a través de esa misma puerta con la ayuda de un gran ariete al que habían bautizado como «La Polla de Joso» y que fue hecho con el mástil de uno de los barcos. Los Grandes Amos y su ejército de esclavos, habían alcanzado a los atacantes justo ahí y la batalla se había extendido a través de las calles aledañas durante horas.
Cuando la ciudad finalmente cayó, centenares de hombres muertos y moribundos se encontraban sobre toda la plaza. Ahora, una vez más, el mercado era escenario de una masacre, aunque en esta ocasión los muertos venían montando sobre la Yegua Pálida. De día, las baldosas de las calles de Meereen mostraban medio centenar de matices, pero la noche los convertía en parches de negro, blanco y gris. La luz de las antorchas brillaba en los charcos que habían dejado las últimas lluvias y dibujaban líneas de fuego en los yelmos, las grebas y el peto de los hombres.
Ser Barristan Selmy cabalgaba a paso lento entre ellos. El viejo caballero vestía la armadura que su reina le había obsequiado: un traje de acero con esmalte blanco e incrustaciones bañadas en oro. La capa que caía sobre sus hombros era tan blanca como la nieve de invierno, así como el escudo que golpeteaba en su silla de montar. Debajo suyo, se encontraba la montura de su reina, la Plata, que Khal Drogo le había obsequiado el día de su boda. Él sabía que era presuntuoso, pero si la misma Daenerys no podía estar con ellos en ese momento, Ser Barristan tenía la esperanza de que la presencia de su Plata en la disputa que estaba por venir le diera fuerza a sus guerreros, recordándoles por quién y por qué estaban luchando. Además, la Plata había estado durante años en compañía de los dragones de la reina y se había acostumbrado a su presencia. Eso era algo que no podía decirse acerca de los caballos de sus enemigos.
A su lado cabalgaban tres de sus muchachos. Tumco Lho portaba el estandarte de la casa Targaryen, un dragón rojo de tres cabezas sobre campo negro. Larraq el Azote, portaba el estandarte blanco de la Guardia Real, siete espadas plateadas rodeando una corona dorada. Selmy le había dado a Cordero Rojo un cuerno de batalla con anillo plateado, para que sus órdenes pudieran ser escuchadas por todo el campo de batalla. Sus demás muchachos permanecían en la Gran Pirámide. Ellos habrían de luchar algún otro día, o tal vez no. No todos los escuderos estaban destinados a convertirse en caballeros.
Era la hora del lobo. La más larga y oscura de todas las horas nocturnas. Para muchos de los hombres que se habían reunido en la plaza del mercado, ésta sería la última noche de sus vidas. Bajo la fachada de ladrillos del antiguo mercado de esclavos de Meereen, cinco mil inmaculados formaban diez largas filas. Se encontraban de pie, como si hubiesen sido labrados en piedra, cada uno de ellos con tres lanzas, una espada corta y un escudo. La luz de las antorchas centelleaba en las puntas de sus cascos de bronce y bajo ellos, la luz bañaba sus rostros de suaves mejillas. Cuando un cadáver cayó girando sobre ellos, los eunucos simplemente se hicieron a un lado, dando solamente los pasos necesarios y cerraron filas otra vez. Todos iban a pie, incluso los comandantes. Gusano Gris era el principal y eso se veía reflejado por las tres puntas que adornaban su casco.
Los Cuervos de Tormenta se habían reunido en un callejón que estaba al sur de la plaza. Allí, los arcos del recinto les brindaban protección frente a los cadáveres. Los arqueros de Jokin medían las cuerdas de sus arcos mientras Ser Barristan cabalgaba cerca. El Hacedor de Viudas estaba sentado con rostro lúgubre sobre un afligido caballo gris, con su escudo sobre el brazo y su hacha de guerra en mano. Un abanico de plumas negras adornaba la frente de su casco de hierro. El chico que estaba detrás suyo portaba el estandarte de la compañía, una docena de banderines viejos y desgastados amarrados a una larga vara con un cuervo de madera tallada en la punta.
Los señores de los caballos habían venido también. Aggo y Rakharo se habían llevado con ellos a casi todo el pequeño khalasar de la reina al otro lado del Skahazadhan, pero el anciano y medio tullido Jaqqa Rhan Rommo había reunido a veinte jinetes de entre los que se habían quedado. Algunos eran tan viejos como él, muchos de ellos con alguna deformidad o con las secuelas de alguna vieja herida. El resto eran chicos imberbes, que buscaban ganar su primera campanilla y el derecho a trenzar su cabello.
Estaban cerca de la deteriorada estatua de bronce del Hacedor de Cadenas, ansiosos por salir, apartando a sus caballos a un lado cuando algún cadáver caía desde arriba. No muy lejos de ellos, cerca del horrible monumento que los Grandes Amos llamaban la Torre de los Cráneos, cientos de reñidores de las arenas de Meereen se habían reunido. Selmy alcanzó a ver a Gato Moteado entre ellos. A su lado, estaba Ithoke el Temerario y en otras partes se encontraban Senerra la Víbora, El Carnicero Pinto, Togosh, Marrigo y Orlos el Catamita. Incluso Goghor el Gigante estaba ahí y sobresalía entre los demás como si se tratase de un hombre rodeado de niños. Después de todo, la libertad significaba algo para ellos, o eso parecía. Los reñidores de las arenas tenían mucho más amor por Hizdahr que por Daenerys, pero aun así Selmy estaba contento de tenerlos a todos por igual. Observó que incluso algunos vestían armaduras. Quizá la derrota de Khrazz les había enseñado una lección.
Arriba, los parapetos estaban abarrotados de hombres con capas de parches multicolor y máscaras de bronce. Cabeza Afeitada había enviado a sus Bestias de Bronce a las murallas de la ciudad para que los Inmaculados quedaran libres de ir al campo de batalla. Si la batalla se perdía, resistir el asedio de los yunkios quedaría en manos de Skahaz y sus hombres hasta que la reina Daenerys regresara. Si es que alguna vez regresaba. Otras fuerzas se habían reunido a lo largo de la ciudad y en las demás puertas, otras fuerzas se habían reunido. Tal Toraq y sus Escudos Fornidos se encontraban en la puerta este, que algunas veces era llamada la Puerta de la Colina o la Puerta de Khyzai, ya que los viajeros que se dirigían a Lhazar a través del Paso de Khyzai, siempre se iban por ese lugar. Marselen y los Hombres de la Madre, se encontraban en la puerta sur, la Puerta Amarilla. Los Hermanos Libres, comandados por Symon Espalda Lacerada, se dirigían a la puerta norte, frente al río que había entre ellos y las murallas de Meereen.
El campamento principal de los yunkios estaba al oeste, entre las murallas de Meereen y las cálidas aguas verdes de la Bahía de los Esclavos. Dos de las catapultas se erigieron allí, una del lado del río y otra frente a las puertas principales de Meereen. Estaban defendidas por una docena de Sabios Amos de Yunkai, cada uno de ellos con su propio ejército de esclavos. Entre las grandes líneas de asedio se encontraban los campamentos fortificados de dos legiones ghiscarias. La compañía del Gato tenía su campamento entre la ciudad y el mar. El enemigo contaba también con honderos de Tolos y en algún lugar se encontraban trescientos arqueros de Elyria. «Demasiados enemigos —pensó Ser Barristan—, sus números superan a los nuestros».
Este ataque iba en contra de todos los instintos del viejo caballero. Las murallas de Meereen eran fuertes y gruesas. Dentro de esos muros, los defensores tenían toda la ventaja. Pero no tenía otra opción más que liderar a sus hombres dentro de los dientes de las líneas de asedio yunkias, en contra de enemigos con una fuerza holgadamente superior. El Toro Blanco habría dicho que esto es insensato. Habría advertido a Barristan que tampoco debería confiar en mercenarios. «Pero esto es lo que tenemos, mi reina —pensó Ser Barristan—. Nuestro destino depende de la avaricia de un mercenario. Tu ciudad, tu gente, nuestras vidas… El Príncipe Desharrapado nos tiene a todos en sus ensangrentadas manos.» Incluso su mejor esperanza se trataba de una esperanza desolada, pero Selmy sabía que no tenía ninguna otra opción. Podría haber resistido el asedio en Meereen durante años en contra de los yunkios, pero no podría resistir ni un cambio de luna con la Yegua Pálida galopando en las calles.
El silencio se apoderó de toda la plaza mientras el viejo caballero y sus escuderos montaban. Selmy era capaz de escuchar el murmullo de innumerables voces, el sonido de caballos relinchando, el hierro contra los ladrillos desmoronándose, el suave traqueteo de espada y escudo. Todos parecían sonidos sordos muy lejanos. No era silencio, solo calma, el aliento que se toma antes de gritar. Las antorchas humeaban y crepitaban, inundando la oscuridad con una cambiante luz anaranjada. Miles se convertían en uno mirando al viejo caballero montado en su caballo alrededor de la sombra de las grandes puertas de hierro. Barristan Selmy podía sentir los ojos sobre él. Los capitanes y comandantes se acercaron.
Jokin el Hacedor de Viudas, de los Cuervos de Tormenta, con su cota de malla tintineando bajo sus capas decoloradas; Gusano Gris, Lanza Segura y Mataperros por los Inmaculados, con sus cascos de bronce con puntas y coraza; Rommo por los Dothraki; Camarron, Goghor y el Gato Moteado por los reñidores.
—Conocen nuestro plan de ataque —dijo el viejo caballero cuando los capitanes se reunieron alrededor suyo—. Atacaremos primero con nuestra caballería, tan pronto como la puerta sea abierta. Cabalguen rápido y fuerte, directo hacia los soldados esclavos. Cuando las legiones se alineen, barran con todo. Ataquen desde atrás o desde los flancos, pero no intenten nada en contra de sus lanzas. Recuerden cuál es su objetivo.
—La catapulta —dijo el Hacedor de Viudas—, la que los yunkios llaman Harridan. Tómenla, derríbenla o quémenla —Jokin asintió—. Desplumen tantos nobles como puedan. Y quemen sus tiendas, las grandes, los pabellones.
—Matar muchos hombres —dijo Rommo.
—No maten esclavos —Ser Barristan cambió de posición—. Gato, Goghor, Camarron, sus hombres nos seguirán a pié. Tienen fama de temibles luchadores. Asústenlos. Aúllen y griten. Para cuando alcancen las líneas yunkias, nuestros jinetes ya deberían haberlas roto. Síganlos por la brecha y masacren a todos los que puedan. De ser posible, perdonen la vida de los esclavos y maten a sus amos, los nobles y los comandantes. Repliéguense antes de que los rodeen.
—Goghor —dijo mientras se golpeaba el pecho con el puño— nunca se repliega. Nunca.
«Y entonces Goghor morirá pronto», pensó el viejo caballero. Pero éste no era momento para discutirlo. Ignoró las palabras de Goghor y continuó.
—Estos ataques deberían distraer a los yunkios lo suficiente para que Gusano Gris y los Inmaculados marchen a la puerta y se alineen —esa era la clave del éxito o fracaso de su plan, lo sabía. Si los comandantes yunkios tenían sentido común, enviarían sus caballos contra los eunucos antes de que éstos pudieran cerrar filas, cuando estaban más vulnerables. Su propia caballería tendría que evitar que eso sucediera el tiempo suficiente para que los Inmaculados pudieran cerrar sus escudos y levantar un muro de lanzas—. Al sonar mi cuerno, Gusano Gris avanzará y arrollará a los esclavistas y sus soldados. Quizás haya una o más legiones ghiscarias marchando para unírseles, escudo con escudo y lanza con… —el caballo del Hacedor de Viudas se detuvo a su derecha.
—¿Y si tu cuerno es silenciado, Ser caballero? ¿Si tú y éstos chicos verdes que te acompañan caen muertos?
Era una buena pregunta. Se suponía que Ser Barristan sería el primero en romper las líneas yunkias. Bien podría ser el primero en morir, muy a menudo sucedía de esa manera.
—Si yo caigo, entonces tú estás al mando. Si caes tú, Jokin. Después de Jokin, Gusano Gris —»y si todos nosotros morimos, estamos perdidos», pudo haber agregado, pero todos ellos sabían eso y seguramente ninguno de ellos querría escucharlo decirlo en alto. «Nunca hables de derrota antes de una batalla —le dijo una vez el Lord Comandante Hightower, cuando el mundo era joven—. Los Dioses podrían estar escuchando».
—¿Y si nos encontramos al capitán? —Preguntó el Hacedor de Viudas—. Daario Naharis.
—Denle una espada y síganlo —a pesar de que Ser Barristan tenía poca estima y mucho menos confianza por el amante de la reina, no dudaba de su coraje, mucho menos de su destreza con las armas. «Y si éste muriese en batalla de manera heróica, mucho mejor»—. Si no hay más preguntas, vuelvan con sus hombres y dediquen una oración a cualquier dios en el que sea que crean. El amanecer caerá sobre nosotros pronto.
—Un amanecer rojo —dijo Jokin de los Cuervos de Tormenta.
—Un amanecer draconiano —pensó Ser Barristan.
Había hecho sus propias oraciones antes mientras sus escuderos le ayudaban a ponerse la armadura. Sus dioses se encontraban lejos, cruzando el mar, en Poniente, pero si los septones decían la verdad, los Siete cuidaban a sus hijos donde quiera que éstos se encontraran. Ser Barristan rezó al Herrero, buscando que le brindara un poco de su sabiduría, así tal vez podría llevar a sus hombres a la victoria. A su viejo amigo el Guerrero le pidió fuerza. Pidió misericordia a la Madre, en caso de que cayera. Al Padre le pidió cuidar a sus muchachos, esos escuderos entrenados a medias y que seguramente serían lo más cercano a hijos propios que tendría jamás. Finalmente, inclinó su cabeza ante el Desconocido. «Al final, tú te llevas a todos los hombres —rezó—, pero si te complace, perdóname a mí y a los míos el día de hoy y reúne las almas de nuestros enemigos en su lugar».
Afuera, más allá de las murallas de la ciudad, se escuchó el golpe distante de una catapulta. Hombres muertos y mutilados cayendo en la noche. Uno impactó entre los luchadores de las arenas, bañándolos con pedazos de hueso, sangre y sesos. Otro rebotó en la deteriorada estatua de bronce del Hacedor de Cadenas y cayó por su brazo, aterrizando en el suelo y salpicando sus pies. Una pierna hinchada cayó en un charco que no estaba a más allá de tres yardas de donde Selmy esperaba sentado sobre el caballo de su reina.
—La Yegua Pálida —murmuró Tumco Lho. Su voz era gruesa, sus ojos oscuros brillaban en su negro rostro. Después dijo algo en la lengua de las Islas Basilisco que quizás sería una oración.
«Le teme más a la Yegua Pálida de lo que le teme a nuestros enemigos». Ser Barristan se dio cuenta de ello. Sus otros muchachos también estaban asustados. Tan valientes como eran, ninguno había sangrado aún. Acercó entonces su yegua plateada.
—Reúnanse a mi alrededor.
Cuando acercaron sus caballos, dijo:
—Sé lo que están sintiendo. Yo mismo he tenido la misma sensación cientos de veces. Están respirando más rápido de lo que deberían. En vuestra barriga hay un nudo de miedo que serpentea como un gusano negro y frío. Sienten como si tuvieran que vaciar su vejiga, quizá sus intestinos se muevan. Sus bocas están secas como las arenas de Dorne. Piensan, ¿qué pasaría si se avergonzaran a ustedes mismos ahí afuera? ¿qué pasaría si olvidan todo su entrenamiento? Aspiran a ser héroes, pero temen ser unos cobardes. Todos los chicos se sienten de la misma manera antes de que comience la batalla. Y los hombres también. Esos Cuervos de Tormenta que están allá están sintiendo lo mismo. También los Dothraki. No hay vergüenza en sentir miedo a menos que dejes que éste te domine. Todos hemos probado el terror alguna vez.
—No tengo miedo —dijo Cordero Rojo. Su voz era escandalosa, casi al punto de estar gritando—. Si muero, iré junto al Gran Pastor de Lhazar, le daré un rodillazo y le diré: «¿por qué hiciste corderos a tu gente cuando el mundo está lleno de lobos?». Y después le escupiré en un ojo —Ser Barristan sonrió.
—Bien dicho… pero ten cuidado de no buscar la muerte o seguramente la encontrarás. El Desconocido viene a por todos nosotros, pero necesitamos no caer entre sus brazos. Lo que sea que pase en el campo de batalla, recuerden, eso ya ha pasado antes y le ha pasado a hombres mejores que ustedes. Soy un hombre viejo, un viejo caballero y he visto muchas más batallas que los años que tienen muchos de ustedes. Nada es más terrible en éste mundo, nada es más glorioso, nada es más absurdo. Tal vez tengan nauseas. No serán los primeros. Tal vez su espada se les caiga, o su escudo, o su lanza. Otros han pasado por lo mismo. Recójanla y sigan luchando. Tal vez ensucien sus calzones. Yo lo hice en mi primera batalla. A nadie le importará. Todos los campos de batalla huelen a mierda. Quizás podrían llorar por su madre, rezar a los dioses que pensaban haber olvidado, gritar obscenidades que nunca habían imaginado que saldrían de sus labios. Todo eso pasa también. Muchos hombres mueren en cada batalla. Otros sobreviven. Essos o Poniente, en cada posada o taberna encontrarán hombres de barbas grises reviviendo las guerras que lucharon de su juventud sin cansarse de ello. Ellos sobrevivieron a sus batallas, como podrían hacerlo ustedes. Esto es de lo único de lo que pueden estar seguros: el enemigo que ven frente a ustedes es solamente un hombre más y lo parezca o no, él está tan asustado como ustedes. Ódienlo si deben, ámenlo si pueden, pero levanten su espada y derríbenlo, y después sigan cabalgando. Por encima de todo, sigan avanzando. Somos demasiado pocos para ganar ésta batalla. Cabalgaremos con la misión de crear el caos y darle el tiempo suficiente a los Inmaculados para que formen su muro de lanzas, nosotros…
—¿Ser? —Larraq apuntó con el estandarte de la Guardia Real.
Un murmullo sin palabras aún recorría los labios de miles de hombres ahí. Un destello amarillo se desprendía del ápice de la pirámide. Brilló tenuemente y se apagó de nuevo y por medio segundo Ser Barristan temió que el viento lo hubiese apagado. Después volvió, más brillante, más fiero, y las flamas se arremolinaban, ahora amarillas, rojas y naranjas, levantándose. Se aferraban a la oscuridad. Al este, el amanecer irrumpía detrás de las colinas. Otro millar de voces exclamaban. Otro millar de hombres miraban y apuntaban mientras se acomodaban los yelmos y tomaban espadas y hachas.
Ser Barristan escuchó el sonido de las cadenas. Se trataba del rastrillo levantándose. Después vendría el estruendo de las enormes bisagras de las puertas. Había llegado el momento. Cordero Rojo le dio su yelmo alado. Barristan Selmy lo deslizó sobre su cabeza, lo ajustó a su gorjal, levantó su escudo e introdujo su brazo a través de las correas. El aire sabía extrañamente dulce. No había nada como la perspectiva de la muerte para hacer que un hombre se sintiera vivo.
—Que el Guerrero nos proteja —les dijo a sus muchachos—. ¡Hagan sonar la orden de ataque!
Traducido por Los Siete Reinos
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