Se despertó con un jadeo, sin saber quién era o dónde estaba.
El olor de la sangre era fuerte en su nariz… ¿o era esa en su pesadilla, que persistía? Había soñado con lobos de nuevo, corriendo sobre algún oscuro bosque de pinos con una gran manada tras ella, siguiendo el rastro de una presa.
Una media luz llenó el cuarto, gris y sombrío. Temblando, se sentó en la cama y pasó la mano por su cabeza. Algunos pelos se erizaban contra su mano. «Tengo que afeitarme antes de que Izembaro me vea. Mercy, soy Mercy, y esta noche seré violada y asesinada». Su verdadero nombre era Mercedene, pero Mercy era como la llamaba todo el mundo1…
Excepto en sueños. Respiró hondo para acallar el latido de su corazón, tratando de recordar más acerca de lo que había soñado, pero la mayoría se había ido. Había habido sangre, creía, y una luna llena, y un árbol que la observaba mientras corría.
Había corrido las cortinas para que el sol de la mañana la despertara. Pero no había sol fuera de la ventana del pequeño cuarto de Mercy, solo un muro de cambiante niebla gris. El aire se había vuelto fresco… y era bueno, pues si no podría haberse pasado el día durmiendo. Sería como si Mercy se durmiera durante su propia violación.
El vello cubría sus piernas. La colcha se enrollaba sobre ella como una serpiente. La retiró, lanzó la manta al suelo de tablas y caminó desnuda hacia la ventana. Braavos estaba perdida en la niebla. Podía ver el agua verde del canal debajo, la calle con adoquines de piedra bajo su edificio, dos arcos del musgoso puente… Pero el otro extremo del puente desaparecía en el neblinoso gris y de los edificios a lo largo del canal solo quedaban unas vagas luces. Oyó una suave salpicadura y un barco serpiente emergió del arco central del puente.
—¿Qué hora es? —Preguntó Mercy al hombre que estaba en la alzada cola de la serpiente, empujándola con su remo.
El marinero miró hacia arriba, en busca de la voz:
—Las cuatro, por el rugir del Titán —sus palabras resonaron huecamente en los remolinos de las aguas verdes y los muros de edificios ocultos.
No llegaba tarde, no todavía, pero no debía holgazanear. Mercy era un alma alegre y una trabajadora dura, pero raramente puntual. Eso no serviría hoy. El enviado desde Poniente esperaba en la Puerta esta tarde e Izembaro no estaría de humor para excusas, incluso si se las servían con una dulce sonrisa.
Había llenado el barreño con el agua del canal la noche anterior antes de irse a dormir, prefiriendo el agua salobre a la babosa y verde agua de lluvia de la cisterna. Mojando un trapo áspero, se lavó de la cabeza a los pies, poniéndose a la pata coja para frotarse sus pies callosos. Tras eso, encontró su navaja. «Una cabeza desnuda ayudaba a las pelucas a entrar mejor», decía siempre Izembaro.
Se afeitó, se puso su ropa interior y se pasó un vestido de lana marrón sobre su cabeza. Al ponerse las medias vio que una de ellas necesitaba remiendos. Pediría ayuda al Pargo, pues cosía tan miserablemente que el encargado de vestuario normalmente se compadecía de ella, o podría agenciarse un bonito par del vestuario, pero eso sería arriesgado. Izembaro odiaba que los actores llevaran sus ropas en las calles. Excepto Wendeyne. “Hazle una pequeña mamada a Izembaro y una chica podría llevar cualquier ropa que quisiera”. Mercy no era tan tonta para ello. Daena se lo había advertido: “Las chicas que van por ese camino acaban en El Barco, donde cada hombre que acude sabe que puede tener cualquier cosa bonita que aparezca en el escenario si su bolsa está lo suficientemente llena”.
Sus botas eran grumos de cuero viejo marrón, moteadas con manchas de sal y agrietadas por su largo uso; su cinturón, un tramo de cuerda de cáñamo tintado de azul. Se lo ató sobre su cintura y colgó un cuchillo en su cadera derecha y un monedero en la izquierda. Por último, se puso una capa sobre sus hombros. Era una verdadera capa real de actor: lana púrpura forrada de seda roja, con una capucha para protegerse de la lluvia y tres bolsillos secretos. Escondió algunas monedas en uno, una llave de hierro en otro y una cuchilla en la última. Una cuchilla de verdad, no un cuchillo de frutero como el que tenía en la cadera, pero que no pertenecía a Mercy, como el resto de sus otros tesoros. El cuchillo de frutero sí pertenecía a Mercy. Estaba hecha para comer fruta, sonreír y reír, trabajar duro y hacer lo que se le decía.
«Mercy, Mercy, Mercy», cantaba mientras descendía por la escalera de madera hacia la calle. El pasamanos estaba astillado, los escalones empinados y había cinco tramos de escalera, pero eso es lo que hacía que el piso fuera tan barato. Eso y la sonrisa de Mercy. Podría estar calva y delgada, pero Mercy tenía una bonita sonrisa y cierta gracia. Hasta Izembaro estaba de acuerdo en que era agraciada. No estaba lejos de la Puerta para el vuelo de un cuervo, pero para chicas con pies en lugar de alas el camino era más largo. Braavos era una ciudad torcida. Las calles estaban torcidas, los callejones estaban torcidos y los canales estaban aún más torcidos.
La mayoría de los días prefería coger el camino largo, por el Camino del Trapero a lo largo del Puerto Externo, donde tenía el mar debajo y el cielo arriba y una vista clara a través del Gran Largo del Arsenal y las laderas con pinares del Escudo de Sellagoro. Los marineros la alababan mientras pasaba por los muelles, llamándole desde alquitranados balleneros Ibbeneses y tripones barcos de Poniente. Mercy no siempre entendía sus palabras, pero sabía lo que le estaban diciendo. Alguna vez les devolvía la sonrisa y les decía que podrían encontrarla en la Puerta si tenían monedas. El camino largo también le hacía cruzar el Puente de los Ojos con sus caras de piedra talladas. Desde lo alto podía mirar a través de sus arcos y ver toda la ciudad: las cúpulas de cobre verde del Palacio de la Verdad, los mástiles erigiéndose como un bosque en el Puerto Púrpura, las torres altas de los poderosos, el rayo dorado que giraba en su espiral sobre el Palacio del Señor del Mar… incluso los hombros de bronce del Titán, lejos sobre las oscuras aguas verdes. Pero eso era solo cuando el sol brillaba sobre Braavos. Si la niebla era espesa no había nada que ver salvo el gris, así que Mercy eligió la ruta más corta para ahorrar camino a sus pobres agrietadas botas.
La niebla parecía desaparecer ante ella y cerrarse cuando ella pasaba. Los adoquines estaban mojados y resbaladizos bajo sus pies. Oyó a un gato ronronear lastimeramente. Braavos era una ciudad buena para los gatos y vagaban por todas partes, especialmente de noche. «En la niebla todos los gatos son grises —pensó Mercy—. En la niebla todos los hombres son asesinos». Nunca había visto una niebla tan densa como esta. En los canales más grandes, los aguadores estarían moviendo sus barcos serpiente uno detrás de otro, incapaces de ver más que sombrías luces de los edificios a cada lado.
Mercy se cruzó con un viejo con una linterna que iba en dirección contraria y envidió su luz. La calle estaba tan sombría que difícilmente podía ver por dónde pisaba. En las partes más humildes de la ciudad las casas, tiendas y almacenes se apiñaban, recostándose unos sobre otros como amantes borrachos, y los pisos altos estaban tan cercanos que podías saltar de un balcón a otro. Las calles, debajo, se convertían en túneles oscuros donde resonaba cada pisada. Los pequeños canales tenían aún más obstáculos, pues muchas casas que se alineaban allí tenían sus excusados sobresaliendo sobre el agua. A Izembaro le encantaba recitarle el discurso de La Melancólica Hija del Mercader sobre cómo “aquí el último Titán se yergue, a horcajadas sobre sus hermanos”, pero Mercy prefería la escena donde el gordo mercader cagaba en la cabeza del Señor del Mar cuando pasaba en su barcaza dorada y púrpura. Solo en Braavos podía pasar algo así, se decía, y solo en Braavos el Señor del Mar y el pescador se reirían igual al verlo.
La Puerta estaba cerca del final de Ciudad Ahogada, entre el Puerto Exterior y el Puerto Púrpura. Un viejo almacén se había quemado allí y la tierra se estaba hundiendo un poco más cada año, así que el espacio era barato. Sobre la inundada base del almacén, Izembaro había alzado su cavernoso teatro. «El Domo y la Linterna Azul podrían tener entornos más elegantes», decía a sus titiriteros, pero aquí entre los puertos nunca le faltarían marineros y putas para llenar el patio de butacas. El Barco estaba cerca, llevando multitudes al muelle donde había morado durante veinte años, decía, y La Puerta prosperaría igual.
El tiempo le había dado la razón. El escenario de La Puerta se había inclinado mientras el edificio se asentaba, sus trajes eran proclives al moho y las serpientes de agua tenían su nido en la inundada bodega, pero nada de eso importaba a los titiriteros mientras la casa estuviera llena.
El último puente estaba hecho de tela y toscos tablones, y parecía disolverse en la nada, pero eso era solo por la niebla. Mercy correteó por él, con sus tacones retumbando en la madera. La niebla se abría ante ella como una andrajosa cortina gris para revelar el teatro. Una mantecosa luz amarilla salía desde las puertas y Mercy podía oír voces tras ella. Al lado de la puerta, Brusco el Grande había pintado sobre el título del último espectáculo y escrito en su lugar “La Mano Sangrienta” con grandes letras rojas. Estaba pintando debajo una mano sangrienta para aquellos que no supieran leer. Mercy se detuvo a mirar.
—Es una bonita mano —le dijo.
—El pulgar está torcido —Brusco lo tocó con su cepillo—. El Rey de los Titiriteros estaba preguntando por ti.
—Estaba tan oscuro que me quedé dormida.
Cuando Izembaro se había llamado a sí mismo Rey de los Titiriteros, la compañía había gozado un extraño placer en ello, saboreando el enfado de sus rivales de El Domo y La Linterna Azul. Últimamente, sin embargo, Izembaro había empezado a tomarse su título demasiado en serio.
—Solamente hace el papel de rey ahora —dijo Marro, torciendo la mirada— y si la obra no tiene ningún rey, él preferiría no representarla.
La Mano Sangrienta ofrecía dos reyes, el gordo y el niño. Izembaro haría el papel del gordo. No sería una parte larga, pero tendría un buen discurso mientras estaba muriendo y una espléndida lucha con un jabalí demoníaco antes. Phario Forel lo había escrito y él tenía la pluma más sangrienta de todo Braavos.
Mercy encontró a la compañía reunida tras el escenario y se deslizó entre Daena y el Pargo en la parte de atrás, esperando que su retraso fuera inadvertido. Izembaro estaba contando a todo el mundo que esperaba que La Puerta estuviera llena hasta la bandera esta tarde, pese a la niebla.
—El Rey de Poniente ha mandado a su enviado a honrar al Rey de los Titiriteros esta noche— dijo a su tropa—. No decepcionaremos a nuestro querido monarca.
—¿Nosotros? —Dijo el Pargo, que hacía todos los trajes para los actores—. ¿Hay más de uno ahora?
—Está tan gordo como para contar por dos —susurró Bobono. Toda tropa de titiriteros tenía un enano. Él era el suyo. Cuando vio a Mercy le echó una ojeada—. Ooh —dijo—, aquí está. ¿Está la chica lista para su violación? —dijo mientras se palmeaba sus labios.
El Pargo le dio una palmada en la cabeza:
—Estate callado.
El Rey de los Titiriteros ignoró la conmoción. Seguía hablando, contando a los actores lo magníficos que debían ser. Además del enviado de Poniente, habría responsables de llaves y también cortesanas famosas. No quería que se fueran con una mala opinión de La Puerta.
—Le irá mal a todo hombre que me falle —una amenaza que había tomado prestada del discurso que daba el Príncipe Garin en la batalla de Ira de los Señores de Dragón, la primera obra de Phario Forel.
Para cuando Izembaro finalmente terminó de hablar, quedaba menos de una hora para que empezara el espectáculo y los actores estaban frenéticos e irritables por turnos. La Puerta resonaba con el sonido del nombre de Mercy.
—Mercy —imploraba su amiga Daena—, Lady Stork ha pisado el dobladillo de su vestido de nuevo. Ayúdame a coserlo.
—Mercy —llamaba el Estrangulador—, tráeme el maldito pegamento, mi cuerno se está cayendo.
—Mercy —gritaba el mismo Izembaro el Grande—, ¿qué has hecho con mi corona, chica? No puedo entrar sin mi corona. ¿Cómo sabrán que soy el rey?
—Mercy —chillaba el enano Bobono—, Mercy, no están bien atadas las lazadas, mi polla se sale y se queda colgando.
Ella cogió la viscosa pasta y sujetó el cuerno izquierdo del Estrangulador sobre su cabeza. Encontró la corona de Izembaro en el baño en el que siempre se la dejaba y lo ayudó a ponerse la peluca y corrió a por aguja e hilo para para que el Pargo pudiera coser la lazada en el vestido de tela de oro que la reina llevaría en la escena de la boda. Y la polla de Bobono se quedaría colgando. Estaba hecha para que se quedara colgando, para la violación. «Qué cosa más horrible», pensó Mercy mientras se arrodillaba para arreglarlo. La polla tenía un brazo de largo y era de ancha como su brazo, suficiente para que se viera desde el balcón más alto. Sin embargo, el tinte no había quedado bien en el cuero, la cosa tenía motas rosas y blancas, con una cabeza bulbosa de color ciruela. Mercy lo empujó de vuelta a los calzones de Bobono y los ató de nuevo.
—Mercy —cantaba mientras le anudaba fuerte—, Mercy, Mercy, ven a mi cuarto esta noche y hazme un hombre.
—Te haré un eunuco si sigues desatándote solo para que te toque la entrepierna.
—Estamos hechos el uno para el otro, Mercy —insistió Bobono—. Mira, somos de la misma altura.
—Solo cuando me pongo de rodillas. ¿Recuerdas tu primera línea?
Solo había pasado una noche desde que el enano había llegado al escenario borracho y abierto La angustia del Arconte con el discurso del gamusino de La lujuriosa mujer del mercader. Izembaro le despellejaría vivo si la pifiaba de nuevo, sin importarle lo duro que era encontrar un buen enano.
—¿Qué estamos representando, Mercy? —Preguntó Bobono inocentemente.
«Me está tomando el pelo», pensó Mercy. No está borracho esta noche, sabe perfectamente cuál es el espectáculo de esta noche.
—Estamos haciendo la nueva de Phario, La Mano Sangrienta, en honor al enviado de los Siete Reinos.
—Ahora me acuerdo —Bobono bajó su voz a un siniestro croar—. El dios de siete caras me ha engañado —dijo—. A mi noble padre le hizo del oro más puro y dorados hizo a mis hermanos, chico y chica. Pero yo estoy hecho de material oscuro, de huesos y sangre y barro, retorcido en la ruda forma que tenéis ante vosotros —con eso, le agarró el pecho, buscando un pezón—. No tienes tetas. ¿Cómo puedo violar a una chica que no tiene tetas?
Ella cogió su nariz entre su pulgar y su índice y la giró.
—No tendrás nariz hasta que me quites las manos de encima.
—¡Ouuuuuuuch! —chilló el enano, soltándola.
—Me crecerán tetas en un año o dos —Mercy se levantó, alzándose sobre el pequeño hombre—. Pero a ti nunca te crecerá otra nariz. Piensa en eso antes de volver a tocarme.
Bobono se tocó su nariz.
—No es necesario que te pongas tímida. Te voy a violar pronto.
—No hasta el segundo acto.
—Siempre le doy a las tetas de Wendeyne un pequeño apretón cuando la violo en La angustia del Arconte —se quejó el enano—. A ella le gusta y al público igual. Hay que complacer al público.
Esa era una de las “sabidurías” de Izembaro, como le gustaba llamarlas. «Hay que complacer al público».
—Apuesto que al público le gustaría que le arrancara la polla al enano y lo golpeara con ella en la cabeza —replicó Mercy—. Eso es algo que no habrán visto antes —ofrecer algo que nunca hayan visto antes era otra de las “sabidurías” de Izembaro, una ante la cual Bobono no tenía una fácil respuesta—. Ya estás listo— anunció Mercy—. Ahora a ver si puedes mantener los calzones abrochados hasta que sea necesario.
Izembaro la estaba llamando de nuevo. Ahora no podía encontrar su lanza para el jabalí. Mercy la encontró, ayudó a Brusco el Grande con su traje de jabalí, comprobó que nadie había reemplazado las dagas falsas por unas verdaderas (algo que se había hecho una vez en El Domo y un actor había muerto) y le sirvió a Lady Stork el sorbo de vino que le gustaba tomar antes de cada obra. Cuando todos los gritos de “Mercy, Mercy” se apagaron, robó un momento para echar un rápido vistazo.
El patio de butacas estaba más lleno de lo que jamás había visto y allí ya estaban riendo y peleándose, comiendo y bebiendo. Vio a un vendedor ambulante vendiendo trozos de queso, arrancándolos de la rueda con sus dedos cuando encontraba un comprador. Una mujer tenía una bolsa de manzanas arrugadas. Los pellejos de vino pasaban de mano en mano, mientras algunas chicas estaban vendiendo besos y un marinero estaba tocando una gaita. El pequeño hombre de ojos grises llamado Pluma estaba atrás y había venido a ver qué podía robar para una de sus propias obras. Cossomo el Conjurador había venido también y en sus brazos estaba Yna, la puta de un ojo del Puerto Feliz, pero Mercy no podía conocer a esos dos y ellos no podían conocer a Mercy. Daena reconoció a algunos habituales de La Puerta en la multitud y se los señaló: el tintorero Dellono con su ojerosa y pálida cara y sus manos con manchas púrpuras, Galeo el salchichero con su grasiento delantal de cuero, el alto Tomarro con su rata mascota en su hombro.
—Tomarro mejor que haga que Galeo no vea esa rata —advirtió Daena.
—Es la única carne que pone en sus salchichas, por lo que he oído —Mercy se tapó la boca y se rió.
Los balcones también estaban llenos. El primer y tercer nivel eran para mercaderes, capitanes y otra gente respetable. Los braavosi preferían el cuarto y más alto, donde los asientos eran más baratos. Había un río de color allí arriba, mientras abajo había formas más oscuras. El segundo balcón estaba dividido en palcos privados donde los poderosos podrían estar con confort y privacidad, a salvo del vulgo de arriba y abajo. Tenían las mejores vistas del escenario y los sirvientes les llevaban comida, vino, colchones, cualquier cosa que desearan. Era raro ver el segundo balcón más de medio lleno en La Puerta, ya que los poderosos que querían ver una noche de espectáculo eran más inclinados a acudir al Domo o a La Linterna Azul, donde se solían ofrecer obras consideradas más sutiles y poéticas.
Sin embargo, esta noche era diferente, sin duda provocado por el enviado de Poniente. En un palco se sentaban tres vástagos de Otharys, cada uno acompañado de una famosa cortesana; Prestayn se sentaba solo, un hombre tan anciano que uno se preguntaba cómo podía acceder a su asiento; Torone y Pranellis compartían un palco, como compartían una incómoda alianza; la Tercera Espada estaba con un media docena de amigos.
—Cuento a cinco responsables de llaves —dijo Daena.
—Bessaro está tan gordo que deberías contarle dos veces —replicó Mercy, riéndose. Izembaro tenía barriga, pero comparado con Bessaro era liviano como una pluma. El responsable de llaves era tan grande que necesitaba un asiento especial, tres veces el tamaño de una silla normal.
—Están todos gordos, esos Reyaanes —dijo Daena—. Barrigas tan grandes como sus barcos. Tendrías que haber visto al padre. Habría hecho a este pequeño. Una vez fue convocado al Palacio de la Verdad a votar, pero cuando puso el pie en la barcaza se hundió —le apretó el codo—. Mira, el palco del Señor del Mar —el Señor del Mar nunca había visitado La Puerta, pero Izembaro le había puesto ese nombre a un palco en cualquier caso, el más grande y opulento—. Ése debe ser el enviado de Poniente. ¿Has visto esas ropas en un hombre mayor? Y mira, se ha traído a la Perla Negra.
El enviado era delgado y calvo, con un gracioso atisbo de barba creciendo en su mentón. Su capa era amarilla, como sus pantalones. Su jubón era de un azul tan brillante que casi hacía llorar a los ojos de Mercy. En su pecho un escudo había sido bordado en tela amarilla y en él había un orgulloso gallo azul en lapislázuli. Uno de sus guardias le ayudó a tomar asiento, mientras otros dos estaban detrás suyo en la parte de atrás del palco.
La mujer no podía tener más de un tercio de la edad del enviado. Era tan encantadora que las lámparas parecían brillar más fuerte cada vez que pasaba. Vestía un vestido de corte bajo de seda amarilla, resaltando sobre el marrón claro de su piel. Su pelo negro estaba atado en una red de oro hilado y un colgante dorado y azabache chocaba contra la parte superior de sus pechos. Mientras miraban, se acercó al oído del enviado y susurró algo que le hizo reír.
—Deberían llamarla la Perla Marrón —le dijo Mercy a Daena—. Es más marrón que negra.
—La primera Perla Negra era negra como un bote de tinta —dijo Daena—. Era una reina pirata, hija de un hijo de un Señor del Mar y una princesa de las Islas del Verano. Un rey dragón de Poniente se la llevó como su amante.
—Me gustaría ver un dragón —dijo Mercy con nostalgia—. ¿Por qué el enviado tiene un pollo en el pecho?
—¡Ah! ¿Mercy, es que no sabes nada? Es su blasón. En los Reinos del Atardecer todos los señores tienen blasones. Algunos tienen flores, algunos peces, algunos tienen osos y alces y otras cosas. Mira, los guardas del enviado tienen leones.
Era cierto. Había cuatro guardias: grandes, hombres de aspecto duro con armadura, con largas espadas de Poniente en sus caderas. Sus capas granates estaban bordadas con espiras de oro y los cierres que se encontraban en los hombros eran leones dorados con ojos granates. Cuando Mercy miró a las caras tras los cascos dorados con la efigie de un león su estómago le dio un temblor. Los dioses me han hecho un regalo.
—Ese guarda. El que está en el extremo, tras la Perla Negra.
—¿Qué pasa? ¿Le conoces?
—No —Mercy había nacido y se había criado en Braavos, ¿cómo podía conocer a alguien de Poniente? Tuvo que pensar un momento—. Es solo que… bueno, es guapo, ¿no crees? —Lo era, de una manera basta, aunque sus ojos eran duros.
—Es muy mayor —Daena se encogió de hombros—. No tan mayor como los otros pero…podría tener treinta. Y de Poniente. Son terribles salvajes, Mercy. Mejor mantente alejada de esa gente.
—¿Alejarme? —Mercy se rió. Era la clase de chica que se reía, esa era Mercy—. No. Me voy a acercar —le dio un apretón a Daena—. Si el Pargo viene a buscarme, dile que me he ido a leer mis líneas de nuevo.
Ella tenía solo unas pocas, y la mayoría eran solo «Oh, no, no, no” y “No, no, oh, no me toques” y “Por favor, mi señor, soy aún una doncella” pero era la primera vez que Izembaro le había dado alguna línea, así que era de esperar que la pobre Mercy quisiera decirlas bien.
El enviado de los Siete Reinos había llevado dos de sus guardias dentro del palco para que estuvieran detrás suyo y de la Perla Negra, pero los otros dos se habían colocado fuera de la puerta para asegurarse de que no le molestaran. Estaban hablando en voz baja en la Lengua Común de Poniente mientras se ella se deslizó detrás de ellos por un pasaje oscuro. Esa no era una lengua que Mercy supiera.
—Siete infiernos, este lugar es húmedo— oyó a su guardia quejarse—. Me estoy helando hasta los huesos. ¿Dónde están los malditos naranjos? Siempre he oído que había naranjos en las Ciudades Libres. Limones y limas. Granadas, pepinillos, noches cálidas, chicas que enseñan el vientre. ¿Dónde están las chicas que enseñan el vientre, te pregunto?
—Abajo en Lys y Myr, y en la Antigua Volantis— replicó el otro guardia. Era una hombre más mayor, con gran tripa y con canas—. Fui a Lys con Lord Tywin una vez, cuando era Mano de Aerys. Braavos está al norte de Desembarco del Rey, tonto. ¿No puedes leer un jodido mapa?
—¿Cuánto crees que estaremos aquí?
—Más de lo que te gustaría —replicó el viejo—. Si vuelve sin el oro la reina le cortará la cabeza. Además, he visto a su mujer. Hay escaleras en Roca Casterly que ella no baja por miedo a quedarse atascada de lo gorda que está. ¿Quién querría volver a eso, cuando tiene aquí a esta reina negra?
El guarda guapo sonrió.
—¿No crees que la compartirá con nosotros después?
—¿Qué, estás loco? ¿Crees que se fija en gente como nosotros? El maldito ni siquiera dice nuestros nombres la mitad de las veces. ¿Quizá sería diferente con Clegane?
—Ser Clegane no era un hombre para espectáculos y putas de lujo. Cuando quería una mujer la tomaba, pero a veces nos la dejaba después. No me importaría probar algo de esa Perla Negra. ¿Crees que es rosa entre sus piernas?
Mercy quería oír más, pero no tenía tiempo. La Mano Sangrienta iba a empezar y el Pargo la estaría buscando para que ayudara con los disfraces. Izembaro podría ser el Rey de los Titiriteros, pero el Pargo era el único al que temían. Habría tiempo suficiente para su guarda guapo más tarde.
La Mano Sangrienta abría con un cementerio.
Cuando el enano aparecía de repente tras una tumba de madera, la multitud empezaba a pitarle y maldecirle. Bobono andaba hacia el centro del escenario y les miraba.
—El dios de siete caras me ha engañado —empezó, gruñendo—. A mi noble padre le hizo del oro más puro y dorados hizo a mis hermanos, chico y chica. Pero yo estoy hecho de material oscuro, de huesos y sangre y barro…
Para entonces Marro había aparecido detrás de él, demacrado y terrible con la larga túnica del Desconocido. Su cara era blanca y sus dientes rojos brillaban con sangre, mientras unos cuernos de marfil sobresalían de su frente. Bobono no podía verle, pero los balcones sí y ahora el patio de butacas también. La Puerta se quedó mortalmente callada. Marro se acercó hacia delante en silencio.
Lo mismo hizo Mercy. Los trajes estaban todos colgados y el Pargo estaba ocupado cosiendo el traje de Daena para su escena en la corte, así que la ausencia de Mercy no debería ser notada. Silenciosa como una sombra, se fue de nuevo por detrás y arriba, hacia donde los guardias estaban detrás del palco de enviado. De pie en un alcoba oscura, rígida como una piedra, pudo echar un buen vistazo a su rostro. Lo estudió cuidadosamente. «¿Soy demasiado joven para él? —se preguntó—. ¿Demasiado fea? ¿Demasiado delgada?». Esperaba que no fuera el tipo de hombre al que le gustaban las tetas grandes en una chica. Bobono tenía razón sobre su pecho. «Sería mejor si pudiera llevármelo a mi casa, tenerlo todo para mí. ¿Pero vendrá conmigo?».
—¿Crees que puede ser él? —estaba diciendo el guapo.
—¿Qué, se han llevado los Otros tu cerebro?
—¿Por qué no? Es un enano, ¿no?
—El Gnomo no era el único enano del mundo.
—Quizá no, pero mira, todo el mundo decía lo inteligente que era, ¿cierto? Así que quizá se imaginó que el único lugar en que su hermana nunca le buscaría sería en alguna obra de teatro riéndose de sí mismo. Así que está haciendo eso, para tocarle las narices.
—Ay, estás loco.
—Bueno, quizá le siga tras la obra. Le encontraré —el guarda puso la mano en la empuñadura de su espada—. Si estoy en lo cierto, seré un señor y, si no, qué cojones, es solo un maldito enano —soltó una carcajada.
En el escenario, Bobono estaba negociando con el siniestro Desconocido de Marro. Tenía una gran voz para ser un hombre tan pequeño y la hacía sonar hasta las vigas más altas en ese instante.
—Dame una copa —dijo al Desconocido—, pues debo beber mucho. Y si sabe a oro y sangre de león, mucho mejor. Como no puedo ser el héroe, déjame ser el monstruo y enseñarles lo que es el miedo en lugar del amor.
Mercy recitó las últimas líneas a la vez que él. Eran mejores que las suyas y además apropiadas. «Me tendrá o no —pensó—, así que que comience el espectáculo». Rezó una oración en silencio al dios de las muchas caras, salió de su alcoba y se dirigió a los guardias. «Mercy, Mercy, Mercy».
—Mis señores —dijo—, ¿habláis Braavosi? Por favor, decidme que lo hacéis.
Los dos guardias intercambiaron una mirada.
—¿Qué está pasando? —Preguntó el mayor—. ¿Quién es ella?
—Una de las artistas —dijo el guapo. Echó para atrás su pelo dorado y le sonrió—. Lo siento, preciosa, no hablamos tu cháchara.
«Bullas y plumas —pensó Mercy—, solo saben hablar la Lengua Común. Eso es malo. Ríndete o sigue adelante». No podía rendirse… lo deseaba tanto.
—Sé vuestra lengua, un poco —mintió, con la más dulce sonrisa de Mercy—. Sois señores de Poniente, me dijo mi amiga.
—¿Señores? Sí, lo somos —dijo el viejo entre risas.
—Izembaro —dijo Mercy mirándose a sus pies, tímida y susurrante— nos dijo que complaciésemos a los señores. Si hay algo que queréis, cualquier cosa…
Los dos guardias intercambiaron miradas. Entonces el guapo alargó la mano y le tocó un pecho.
—¿Cualquier cosa?
—Eres desagradable— dijo el viejo.
—¿Por qué? Si este Izembaro quiere ser hospitalario, sería rudo rechazarle —dio a su pezón un apretón a través de la tela de su vestido, como había hecho el enano cuando le estaba agarrando la polla—. Las actrices son la cosa más parecida a las putas.
—Podría ser, pero esta es una niña.
—No lo soy —mintió Mercy—. Soy una doncella ahora.
—No por mucho tiempo —dijo el guapo—. Soy Lord Rafford, querida, y sé lo que quiero. Súbete esas faldas y apóyate contra ese muro.
—No aquí —dijo Mercy, alejando sus manos—. No donde la obra es. Podría gritar e Izembaro se enfadaría.
—¿Dónde, entonces?
—Conozco un sitio.
—¿Qué, piensas que te puedes largar? —Dijo el viejo guarda frunciendo el ceño—. ¿Qué pasa si su señoría viene a buscarte?
—¿Por qué iba a hacerlo? Tiene un espectáculo que mirar. Además, tiene a su propia puta, ¿no debería yo tener la mía? Esto no será muy largo.
«No —pensó Mercy—, no lo será». Mercy le tomó de la mano, le guió por detrás y bajó las escaleras hacia la noche nublada.
—Podrías ser un actor, si quisieras —le dijo, mientras él le presionaba contra el muro del teatro.
—¿Yo? —El guarda resopló—. No yo, niña. Todos esas malditas palabras, no recordaría ni la mitad.
—Es duro al principio —admitió ella—, pero tras un tiempo es fácil. Te podría enseñar una línea. Podría hacerlo.
Él agarró su muñeca.
—Yo te enseñaré. Hora de tu primera lección —la agarró fuerte y la besó en sus labios, forzando su lengua en su boca. Estaba toda mojada y resbaladiza, como una anguila. Mercy le lamió con su propia lengua, sin aliento.
—No aquí. Alguien podría vernos. Mis cuarto no está lejos. Tengo que volver antes del segundo acto o me perderé mi violación.
Él se rió.
—No temas por eso, niña.
Pero dejó que le agarrara y le llevara. Fueron corriendo a través de la niebla de la mano, sobre puentes, a través de callejones y por cinco pisos de escaleras de madera resbaladizas. El guarda estaba jadeando para cuando entraron en su pequeño cuarto. Mercy encendió una vela de sebo y bailó alrededor suyo, riendo.
—Oh, ahora estás cansado. Se me olvidó lo mayor que es, mi señor. ¿Quieres echarte una pequeña siesta? Acuéstate y cierra los ojos. Yo volveré justo después de que el Gnomo me viole.
—No vas a ninguna parte —dijo el guarda agarrándola hacia él—. Quítate esos harapos y verás lo mayor que soy, niña.
—Mercy —dijo—, mi nombre es Mercy. ¿Lo puedes decir?
—Mercy —dijo—. Mi nombre es Raff.
—Lo sé —ella deslizó la mano entre sus piernas y sintió lo duro que estaba a través de la lana de sus calzones.
—Los cordones —le urgió—. Sé una chica dulce y desátalos —en lugar de eso ella le palpó la parte de arriba del muslo. Él dio un gruñido—. Cuidado, ten cuidado ahí…
Mercy dio un grito y un paso atrás, con su cara confusa y asustada.
—Estás sangrando.
—¿Qué? —Él miró hacia abajo—. Benditos sean los dioses. ¿Qué me has hecho, pequeña imbécil? —El chorro rojo se derramaba sobre su mulso, empando la tela.
—Nada —Mercy chilló—. Yo nunca…oh, oh, hay mucha sangre. Detenla, detenla, me estás asustando.
Él sacudió su cabeza, con una mirada aturdida en su cara. Cuando presionó su mano contra su muslo, la sangre se derramaba por sus dedos. Estaba deslizándose por su pierna hacia sus botas. «No parece tan guapo ahora —pensó—. Solo parece blanco y asustado».
—Una toalla —gritó el guarda—. Tráeme una toalla, un trapo, y presiona sobre ello. Dioses. Me siento mareado —su pierna estaba empapada de la sangre que manaba del muslo. Cuando intentó poner su peso sobre él, su rodilla se torció y cayó—. Ayúdame —suplicó, mientras la entrepierna de sus pantalones se volvía de color roja—. Tenga la Madre piedad, niña. Un sanador… Corre y trae un sanador, rápido.
—Hay uno en el próximo canal, pero no vendrá. Tendrás que ir tú a él. ¿Puedes caminar?
—¿Caminar? —Sus dedos estaban manchados de sangre—. ¿Estás ciega, niña? Estoy sangrando como un puerco. No puedo andar así.
—Bueno —dijo ella—. No sé cómo vas a llegar allí entonces.
—Tendrás que llevarme 2.
«¿Ves? —Pensó Mercy— Sabes tu línea, y yo la mía».
—¿De verdad? —Dijo Arya, dulcemente.
Raff el Dulce miró mientras la delgada y larga hoja salió de su manga. Ella la deslizó por su garganta bajo la barbilla, la giró y la sacó con una suave cuchillada. Una fina lluvia roja le siguió, en sus ojos la luz desapareció.
—Valar morghulis —susurró Arya, pero Raff estaba muerto y no podía oírla.
Olfateó el aire. «Debería haberle ayudado a bajar las escaleras antes de matarle. Ahora tendré que bajarle hasta el canal y tirarle allí. Las anguilas se encargarán del resto.»
«Mercy, Mercy, Mercy», cantó tristemente. Una niña tonta y alocada, pero de buen corazón. Le echaría de menos, como echaría de menos a Daena, al Pargo y al resto, hasta a Izembaro y Bobono. «Esto le causará problemas al Señor del Mar y al enviado con el pollo en su pecho», no tenía dudas sobre ello.
Ya pensaría en eso después. Ahora no tenía tiempo. Mejor que corriera. Mercy todavía tenía que decir algunas líneas, sus primeras líneas y últimas, e Izembaro le cortaría su pequeña y vacía cabeza si llegaba tarde a su propia violación.
Traducido por Los Siete Reinos
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