Como cada jueves alterno, regresamos con otra edición de Fuego y Sangre, la gran enciclopedia Targaryen. Antes de comenzar con las aventuras del novicio Brian, os comunicamos que, atendiendo a las peticiones de los leales, a continuación podréis encontrar todo el linaje Targaryen para facilitar así la lectura del libro. Obra de la leal @Noelia Aranda, en este árbol genealógico hallareis cada una de las líneas de sangre, parentescos y matrimonios desde Aegon el Conquistador hasta Robert I Baratheon. Para verlo en todo su esplendor, basta con dar click encima de este banner y se ampliará la imagen.

Árbol Genealógico Targaryen, por Noelia Aranda

Llevaba dos días con el corazón en un puño. El maldito maestre Filch había colgado un aviso en la puerta de la biblioteca: un libro había desaparecido. No era la primera vez que sucedía, pero normalmente la cuestión se zanjaba porque la desaparición se debía más bien a que un maestre lo había extraviado que no a un robo como tal. Aun así, estaba nervioso. Si encontraban Fuego y Sangre en mis aposentos, me expulsarían sin pensárselo dos veces. Tenía que encontrar un escondite pronto. Mis peores temores parecieron hacerse realidad cuando el archimaestre Perestan me convocó en su despacho. “Si es que me cago en la pena negra del Desconocido, si en realidad la culpa es suya”. Me dirigí hasta el oscuro pasillo donde estaban las cámaras de los maestres y el calor me invadió… pero no por el rubor. “Estos cabrones tienen la chimenea puesta todo el día y mientras los novicios nos quedamos pajarito cada noche en el catre”. Llamé a la puerta, escuché la voz de Perestan y entré. Mientras mis ojos se iban aclimatando a la luz de la habitación, mi mente se preparaba para mi inminente expulsión.

—Eres Brian al que llaman Brian, ¿verdad?

Por un momento me olvidé de mi futuro académico y me llené la rabia. Llevaba en su clase por lo menos dos años. «Ya podría saber mi nombre el muy hideputa», pensé para mis adentros.

—Supongo que sabes por qué estás aquí —me preguntó.

—Verá usted, Archimaestre, no fue culpa mía… lo juro.

—Claro que no fue culpa tuya. El Senescal Theobald pidió un ayudante y Cormac se presentó voluntario. Es una gran oportunidad, pero ahora no tengo quien me ayude en mis tareas mundanas. He pensado que, vistas tus pocas inclinaciones a forjarte un eslabón en mi materia, podrías beneficiarte de tal honor.

«¿Cómo? ¿No iba a ser expulsado?», me sorprendí. Por un lado, estaba eufórico; pero, por otro, no podía dejar pasar la mofa del comentario de Perestan. Y encima al idiota de Cormac lo habían ascendido.

—¿Brian, me estás escuchando? Necesito que lleves un mensaje a la pajarera para que el Archimaestre Walgrave mande un cuervo de forma urgente. Te he indicado en este pergamino el cuervo que deberás usar. Corre. No hay tiempo que perder.

Aún sin creérmelo, cogí los pergaminos y salí de allí raudo como el viento. Corrí hacia el puente que unía la Ciudadela con la Isla de los Cuervos, donde me encontré al maestre Aberforth canturreando, como siempre. Solía decir que en otra vida había sido un gran bardo que arengó a su pueblo con su música para luchar por su libertad. Lo más curioso era que, a pesar de su carácter lunático, Aberforth era de los pocos maestres cuya cadena tenía un eslabón de acero valyrio, lo que suponía que había estudiado las artes mayores de Magia y Ocultismo.

Ya en Grajal, no pude sino admirar sus almenas: cientos de cuervos me observaban con sus ojos negros como el pedernal. La imagen era tan impactante como siniestra. El interior del edificio tampoco tenía nada que envidiar a su exterior: un arciano coronaba el patio interior, con su tronco recubierto de musgo violeta y sus hojas rojas como la sangre. Posados encima del árbol, otra decena de cuervos me observaban y algunos parecían emitir sonidos que se asemejaban a palabras en la lengua común. «¿Cuervos que hablan? No me extraña que Perestan se ria de mi». No pude reprimir el deseo de alargar mi mano para tocarlos y acariciar sus plumas negras cuando…

—¿Te gustan los cuervos, chico? —me interrumpió alguien.

Me di la vuelta y allí estaba el Archimaestre Marwyn, al que llaman el Mago, con una sonrisa socarrona en los labios. No sabía qué responderle.

—Nunca había estado aquí y, al verlos tan de cerca, sentí curiosidad, supongo… —farfullé.

—¿Y los dragones? ¿Te gustan?

—Sí, pero eran tan fascinantes como temibles.

—Lo son —me corrigió levantando su dedo índice—. Siguen con vida, muchacho. Ya sea en el este o en Valyria, pero aún siguen surcando el cielo… y la tierra.

El Archimaestre escupió una flema roja como la sangre, aunque tan solo era la hojamarga que acostumbraba a masticar.

—¿La tierra? —supongo que mi cara no dejaba dudas de mi confusión, así que el Marwyn continuó hablando.

Sí, la tierra de Valyria. Es difícil de explicar, chico. Por desgracia ahora mismo no tengo tiempo y, por lo que veo, tú tampoco. ¿No tenías un cuervo que enviar?

—Sí, Perestan me dio este mensaje para que el Archimaestre Walgrave lo enviara.

—¿Walgrave, dices? Iba a encontrarme con él ahora mismo. Ya se lo llevaré yo por ti. Walgrave está tan viejo que no tiene fuerzas ni para limpiarse el culo. Imagínate para coger un cuervo como estos. Tu mensaje llegará más rápido conmigo, chico. Vuelve a la Ciudadela y, si te interesa, investiga en la biblioteca sobre estos dragones de tierra que te he contado, si es que eso no ha desaparecido también.

Tomó el pergamino de mis manos y se fue riendo de su propia ocurrencia. “Todos locos”, pensé. Sin muchas ganas de emprender el camino de vuelta, me di cuenta de que estaba solo en el patio, así que decidí sentarme a los pies del arciano con musgo violeta. Un cuervo parlanchín pareció complacido con la idea y se posó en mi hombro, observando el libro con sus ojos negros. “Espero que te gusten las turras del Viejo Rey, chiquitín. A mí ya se me está atragantando un poco…”. Abrí Fuego y Sangre por donde lo había dejado la última vez.

Jaehaerys y Alysanne: política, progenie y dolor

En aquella nefasta mañana, los cuernos retumbaron por toda la fortaleza roja en tres ocasiones ante la visión de una enorme sombra negra que se aproximaba cada vez más. Era Balerion, el Terror Negro, que descendió en el patio interior del Torreón de Maegor con una irreconocible Aerea, o lo que quedaba de ella, sobre su lomo. Iba prácticamente desnuda, con jirones y harapos que le colgaban de piernas y brazos; tenía el cabello alborotado y apelmazado y los miembros flacos como palos.

«¡Por favor!», gritó a los caballeros, escuderos y sirvientes que la habían visto descender. Entonces, mientras estos corrían hacia ella, dijo: «Yo nunca…» y se desplomó.

fuego y sangre: jaehaerys y alysanne: sus triunfos y tragedias

 

Inmediatamente, Ser Lucamore Strong alzó a la princesa en brazos y la llevó ante el gran maestre Benifer. Más adelante el guardia real diría que la niña estaba congestionada y ardiendo de fiebre, con la piel tan abrasadora que sentía el calor aún a través de las escamas esmaltadas de la armadura. También tenía los ojos inyectados en sangre y, además, había algo dentro de ella que se movía y la hacía temblar y retorcerse… Hasta ahí dijo, pues al día siguiente Jaehaerys le ordenó no volver a hablar de la princesa. «¿Por qué tanto misterio? Que exagerados y melodramáticos llegan a ser estos Targaryen…»

Los reyes acudieron de inmediato a las cámaras del gran maestre, pero les prohibió la entrada; tan solo el Septon Barth pudo entrar. Benifer hizo todo lo posible para salvar a Aerea, incluso sumergiéndola en hielo; pero a la hora del murciélago Barth salió a anunciar que Aerea Targaryen había fallecido. El rey anunció que a su sobrina se la llevó la fiebre, pero la versión oficial dista mucho de la real. Sin embargo, gracias al testimonio del septón Barth, que recogió ese suceso por escrito, podemos estar más cerca de la verdad. «Así que quizá por esto el libro que estoy leyendo estaba escondido en la sección prohibida de la biblioteca…», deduje. El cuervo posado en mi hombro pareció asentir con un graznido.

«Tres días han pasado desde que pereció la princesa, y no he logrado conciliar el sueño. Ignoro si volveré a dormir algún día. La Madre es misericordiosa, siempre lo he creído, y el Padre Supremo juzga a todo hombre con justicia…, pero no hubo misericordia en lo que padeció nuestra pobre princesa. ¿Cómo pudieron los dioses estar tan ciegos o ser tan insensibles como para permitir tal horror? ¿O cabe la posibilidad de que haya otras deidades en este universo, dioses malignos y monstruosos como aquellos sobre los que nos advierten los clérigos del rojo R’hllor, y contra cuya malicia los reyes y los dioses de los hombres no son sino meras moscas?

»No lo sé. No quiero saberlo. Si esto me convierte en un septón sin fe, que así sea. Tanto el gran maestre Benifer como yo hemos quedado de acuerdo en no contar a nadie cuanto vimos y experimentamos en sus cámaras mientras la pobre niña yacía a las puertas de la muerte… Ni al rey ni a la reina ni a su madre; ni siquiera a los archimaestres de la Ciudadela. Pero los recuerdos no me abandonan, de modo que los plasmaré aquí. Tal vez cuando se encuentren y se lean, los hombres hayan llegado ya a comprender mejor tales males.

El unboxing de Aerea, por Doug Wheatley

»Hemos dicho a todo el mundo que la princesa Aerea murió de fiebres, y es cierto en sentido estricto, pero se trataba de una fiebre que jamás había visto y que espero no volver a ver nunca. La princesa estaba ardiendo. Tenía la piel roja e inflamada, y cuando le ponía la mano en la frente para ver cuán caliente estaba, era como meterla en una olla de aceite hirviente. Apenas le quedaba un adarme de carne sobre los huesos, tan demacrada y consumida se encontraba; pero, además, pudimos observar ciertos… abultamientos… en su interior, como si la piel se inflase y luego volviera a hundirse, como si…, no como si, ya que tal era la verdad: había cosas en su interior, cosas vivas que se movían y se retorcían, tal vez en busca de una salida y, que le causaban tan grandes dolores que ni la leche de la amapola la aliviaba. Dijimos al rey, como desde luego dijimos a su madre, que Aerea no habló en ningún momento, aunque es mentira. Rezo por olvidar pronto ciertas cosas que susurró a través de sus ajados y sanguinolentos labios. No logro olvidar cómo suplicaba la misericordiosa muerte.

»Todas las artes del maestre se vieron impotentes contra la fiebre, si es que, en efecto, podemos dar a tal horror un nombre tan común. El modo más sencillo de explicarlo es que la pobre niña se cocía por dentro. La carne se oscurecía más y más y luego comenzaba a resquebrajarse, hasta que la piel ya no se asemejaba más que a (que los Siete me perdonen) cortezas de cerdo. Finos hilillos de humo le surgían de la boca, la nariz e, incluso, y más obscenamente, los labios menores. Para entonces ya había dejado de hablar, si bien los seres de su interior continuaban moviéndose. Los mismísimos ojos se le cocieron en el cráneo y acabaron por abrirse como dos huevos abandonados durante demasiado tiempo en agua hirviendo.

»Me pareció la cosa más horrible que jamás hubiera visto, pero pronto me desengañé, ya que un horror aún peor me aguardaba. Llegó cuando Benifer y yo introdujimos a la pequeña en una bañera y la cubrimos con hielo. La impresión provocada por la inmersión le detuvo el corazón inmediatamente, me digo… De ser así, fue una clemencia, ya que entonces salieron los seres de su interior…

»Los seres…, la Madre nos asista, no sé cómo referirme a ellos, eran… gusanos con rostro…., sierpes con manos, que se contorsionaban; viscosos y atroces seres que parecían retorcerse, palpitar y ensortijarse al erupcionar de sus carnes. Algunos no eran mayores que mi meñique, pero uno, al menos, era tan largo como mi brazo. Oh, válgame el Guerrero, qué horrísonos ruidos emitían…

»Pero murieron. Debo recordarlo, aferrarme a eso. Fueran lo que fueran, eran criaturas de calor y fuego, y ¿les plugo el hielo? Ah, no. Uno tras otro se aplastaron y contorsionaron, y perecieron ante mis ojos, gracias a los Siete. No pretenderé darles un nombre… Eran horrores».

[…]

Desde el principio nos hemos preguntado: “¿Adónde llevó Aerea a Balerion?”, cuando deberíamos haber inquirido: “¿Adónde llevó Balerion a Aerea?”.Tan solo una respuesta cobra sentido. Recordemos que Balerion era el más voluminoso y anciano de los tres dragones que montaron en la Conquista el rey Aegon y sus hermanas. Vhagar y Meraxes habían eclosionado en Rocadragón; tan solo Balerion había llegado a la isla con Daenys la Soñadora y Aenar el Exiliado, el más joven de los cinco dragones que llevaron consigo. Los dragones más viejos habían muerto en los años sucesivos, pero Balerion sobrevivió, creciendo aún más en tamaño, fiereza y empecinamiento. Si descartamos las historias de ciertos hechiceros y charlatanes, como bien deberíamos, es muy posible que sea la única criatura viva del mundo que conoció Valyria antes de la Maldición.

»Y allí fue adonde llevó a la pobre niña condenada, a horcajadas sobre su lomo. Si la princesa fue de grado, mucho me extrañaría, pues carecía de las fuerzas, la voluntad y los conocimientos precisos para guiarlo.

»Lo que se hiciera de ella en Valyria ni siquiera puedo imaginarlo. A juzgar por el estado en que volvió a nosotros, ni tan solo deseo planteármelo. Los valyrios eran algo más que señores dragón: practicaban la magia de sangre y otras artes oscuras, escarbaban en la tierra en busca de arcanos que era mejor que quedasen enterrados y retorcían las carnes de bestias y hombres a fin de modelar monstruosas quimeras antinatura. Por tantos pecados, los dioses, en su ira, los habían castigado. Valyria está maldita, en ello coinciden todos los hombres, y ni el más osado marino pone rumbo hacia su humeante osamenta. Pero muy equivocado andaría el mundo de creer que nada vive allí ahora. Los seres que hallamos dentro de Aerea Targaryen son sus moradores, aventuraría yo…, junto con otros tantos horrores que ni tan siquiera podríamos empezar a concebir. He dado cuenta aquí largo y tendido de cómo murió la princesa, pero hay algo más, si cabe más aterrador, digno de mención:

»Balerion también había llegado herido. La enorme bestia, el Terror Negro, el más temible dragón que jamás hubiese surcado los cielos de Poniente, retornó a Desembarco del Rey con llagas a medio sanar que ningún hombre recordó haber contemplado jamás, y un rasgón en el costado izquierdo de casi siete codos, una bermeja herida de la que aún brotaba sangre caliente y humeante.

»Los señores de Poniente son hombres de sumo orgullo, y los septones de la Fe y los maestres de la Ciudadela, a su propio estilo, son más orgullosos si cabe, pero hay mucho más en la naturaleza del mundo que no comprendemos, y que tal vez jamás comprendamos. Puede que eso constituya una clemencia. El Padre nos creó curiosos, hay quien dice, para poner nuestra fe a prueba. Es mi pertinaz pecado que cada vez que me topo con una puerta, necesito ver qué se encuentra al otro lado, pero ciertas puertas es mejor que sigan sin abrir. Aerea Targaryen traspasó una de tales puertas».

fuego y sangre: jaehaerys y alysanne: sus triunfos y tragedias

 

«Por todos los dioses antiguos, nuevos y por descubrir. ¿A esto se refería Marwyn con lo de los dragones de tierra? Solo espero que si Barth consiguió dormir de nuevo, yo también pueda. O al menos parar de vomitar…». Después de concienciarme de que jamas podría volver a ver una serpiente sin reprimir mis gritos con las manos ni echar a correr como un desquiciado, y de que aquello que había visto en el suelo eran inofensivas lagartijas («!!!¿O QUIZÁ NO?¡¡¡»), decidí seguir leyendo.

Aquí concluye la crónica del septón Barth. Nunca más volvió a hablar de la princesa Aerea y ni siquiera este testimonio llegó a ir más allá de sus papeles privados hasta al cabo de una centuria. Sin embargo, eso no cambió que los horrores que vivió provocaran en él un profundo efecto y, como consecuencia, avivaran su hambre de conocimiento o, como él lo llamaba, su «pertinaz pecado». Ello se plasmó en su códice intitulado Dragones, anfípteros y guivernos: Historia antinatural. Aunque es posible que Barth comunicase sus sospechas al rey, el asunto jamás se trató en el consejo privado, pero aquel mismo año Jaehaerys dictó un edicto regio que prohibía que toda nave sospechosa de haber visitado Valyria o surcado el mar Humeante atracase en los Siete Reinos, imponiendo, además, la pena de muerto a aquellos que osaran viajar a Valyria.

A fin de evitar otro episodio similar al de Aerea, Balerion fue el dragón que inauguró Pozo Dragón junto a otros tres más jóvenes. El rey tomó varias medidas para evitar que ninguno de ello pudiera salir de la colina de Rhaenys sin conocimiento de nadie, entre ellas la creación de los Guardianes de Dragones, setenta y siete hombres ataviados con armadura negra y yelmo coronado por una fila de escamas de dragón encargados de su cuidado. La princesa Rhaena, ya quebrada de antes, quedó destrozada por el fallecimiento de su hija; «se diría que estoy condenada a llegar siempre tarde», fueron sus palabras. “Pobre mujer. Me había caído igual de bien que Perestan, pero nadie merece sobrevivir a sus hijos”. Cogió las cenizas de su hija, montó en su dragón y las esparció a los cuatro vientos. Después de rechazar el ofrecimiento de su hermano de volver a la corte, le fue asignada una de las torres de Harrenhal, dado que su joven señor, Maegor Towers, solamente ocupaba una de ellas. Con el tiempo, ambos llegaron a tener una extraña amistad. Finalmente, falleció en el año 73 d.C. y Jaehaerys decidió enterrar sus cenizas en Harrenhal, junto a su marido Aegon el Incoronado.

El Septón Barth: septón por la mañana, político por la tarde, científico por la noche.

La pesadumbre que causó en la corte los horrores de la princesa Aerea fueron eclipsados por el nacimiento del príncipe Baelon, un niño fuerte y gritón al que apodaron “el príncipe de la Primavera” (y más tarde “Baelon el Valeroso” después de que golpease a Balerion con una escoba), pues al poco terminó el invierno y llegó el cuervo blanco de la Ciudadela anunciando el cambio de estación. «Entonces, para olvidar el horror que acabo de leer solo tengo que tener un hijo… con mi hermana. Maravilloso». Baelon creció apegado a su hermano Aemon, llegando a forjar una unión muy estrecha entre ellos. Pese a que su hija Daenerys era mayor que Aemon, Jaehaerys consideraba a este como su heredero, aunque Alysanne recordaba a su alteza que su sucesora debería ser Daenerys. «Será reina cuando Aemon y ella se casen. Reinarán juntos, como nosotros», solía decir. “Muy conciliador, muy magnífico, pero tenía sus cosillas éste rey….”, dije. “Para algo bueno que tienen los dornienses y que no se fije nadie…”

En cuanto a la la organización de la corte, Jaehaerys decidió sustituir a su Mano Myles Smallwood por su fiel Barth, el humilde septón que tanto tiempo había ayudado a su alteza, pese a que provenía de la baja estofa: «un caballero necesita su espada, un caballo necesita sus herraduras y yo necesito a mi Barth». Su primera misión fue dirigirse a Braavos, con la sospecha de que el Señor del Mar había tenido algo que ver con los tres huevos de dragón robados por Elissa Farman, y con la intención de negociar su retorno a Poniente, así como la opción de advertir de que si Barth regresaba sin los huevos, Braavos podría ver a los dragones en su ciudad.

—La amenaza velada a la que es tan aficionado vuestro rey. Más fuerte que su padre, más sutil que su tío. Sí, sé qué podría hacernos Jaehaerys si así lo decidiera. Los braavosíes tenemos una larga memoria y recordamos a los señores dragón de antaño. Aunque también hay cosas que podríamos hacer a vuestro rey. ¿Debería enumerarlas? ¿O preferiríais la amenaza velada?

—Como os plazca.

—Está bien. Vuestro rey podría reducir mi ciudad a cenizas, no lo dudo. Decenas de millares de hombres, mujeres y niños morirían abrasados por el fuegodragón. Carezco de poder para perpetrar tal destrucción en Poniente. Los mercenarios que reclutara huirían ante vuestros caballeros. Mis flotas podrían barrer las vuestras de la mar durante un tiempo, pero mis naves son de madera, y la madera arde. Sin embargo, hay en esta ciudad cierto… gremio, digamos, cuyos miembros son muy diestros en el oficio al que los llevó su vocación. No podrían destruir Desembarco del Rey ni sembrar sus calles de cadáveres. Pero podrían matar… a unos pocos. A unos pocos muy bien escogidos.

fuego y sangre: el largo reinado: jaehaerys y alysanne:política, progenie y dolor

 

Así las cosas, Barth y el Señor del Mar terminaron pactando que Braavos pagaría a los Siete Reinos el precio de esas “tres bonitas piedras” que eran los huevos, pese a que el Señor del Mar negó en todo momento que los tuviera en su poder. “Vaya con el Señor del Mar. Ya me gustaría a mi saber negociar así en vez de irme sin pagar de las tabernas. ¿Tendrá algo que ver? Y hablando de piedras, acabo de acordarme de aquel novicio algo loco al que tanto le gusta gritar “piedra, piedra, piedra”. El dinero obtenido iba a ser empleado en nuevas reformas de Desembarco del Rey, uno de los proyectos más ambiciosos de su Alteza; pero Barth y la reina Alysanne convencieron a Jaehaerys y a Rego Draz de invertirlo en un asunto capital: convertir en potable la nefasta agua de la capital. Tanto el rey como el consejero se opusieron a semejante gasto, pero la reina les puso delante un vaso de agua tan pútrida y les desafió a beberlo. El plan se aprobó sin necesidad de degustarlo. “¡Eso sí es una reina que los tiene bien puestos! En cambio, nosotros tenemos a la loca borracha de Cersei, o la loca de la bruja roja de Melisandre…”

En el año 58 d.C., los reyes programaron un viaje al lejano Norte, las vastas y austeras tierras del aún más vasto y austero Lord Alaric Stark. La reina Alysanne partió sin su esposo, pues Jaehaerys tuvo que quedarse en la corte mediando en un conflicto entre las ciudades de Pentos y Tyrosh. Alysanne comenzó con una visita a Lord Manderly, llegando a pactar varios matrimonios con familiares de Lord Theodore. Antes de irse, celebró una de sus famosas audiencias de mujeres a la que acudieron a cientos. Cuando conoció a Lord Alaric, al principio éste hizo honor a su reputación: era un hombre duro como la piedra, severo, implacable, que no hizo el menor esfuerzo por la comodidad de la reina ni de su corte, ni tampoco hizo nada por disimularlo, al igual que no disimuló que no le gustó nada la ausencia del rey.

Alysanne sobrevolando el Muro, por Joshua Jacobs

Tampoco recibía de buen grado la cortesía de Alysanne ni accedió de primeras a la propuesta de la reina de pactar matrimonios entre norteños y sureñas, pero concedió a la reina que se lo pensaría tras saber que también podrían casarse ante los antiguos dioses en el lejano sur. Mientras tanto, las negociaciones se complicaron y Jaehaerys se vio retenido más tiempo del que a priori había pensado. Con el tiempo, Alysanne derritió el helado corazón del señor norteño y, según le iba conociendo, vio que no carecía completamente de sentido del humor y empezó a intentar agradarla. Harta de esperar a su esposo, la reina partió en solitario al Muro, para sorpresa de todo el Norte y aún más de la Guardia de la Noche. Los hermanos juramentados se habían quedado tan petrificados ante la dragona como el pueblo de Puerto Blanco, si bien la reina señaló que a Ala de Plata «no le gusta este Muro». Aunque era verano y el Muro lloraba, aún se podía sentir el frío del hielo al soplar el viento, que con cada ráfaga hacía silbar y gruñir al animal.

«Tres veces sobrevolé con Ala de Plata el Castillo Negro y tres veces traté de conducirla al norte, más allá del Muro —escribiría Alysanne a Jaehaerys—, pero siempre viraba hacia el sur y se negaba a seguir. Jamás pensé que rehusara llevarme adonde yo desease. Me reí al aterrizar para que los hermanos negros no se dieran cuenta de que estaba desconcertada, pero me preocupó y continúa preocupándome.»

fuego y sangre: el largo reinado: jaehaerys y alysanne:política, progenie y dolor

 

La reina aconsejó al lord Comandante, Lord Burley, que la Guardia de la Noche abandonase la ruina que ya era el Fuerte de la Noche, llegando a financiar los costes de la construcción del castillo que le sustituiría con sus propias joyas. “Tengo muchísimas joyas”, llegó a  declarar. «¿SEGURO QUE ESTO ES VERDAD? Tengo serias dudas, no puede ser tan bonito”. Así se financió la construcción de Lago Hondo y, en señal de agradecimiento, Lord Burley nombró uno de los castillos como “Puerta de la Reina”.

En Desembarco del Rey, Jaehaerys amenazó con intervenir en la guerra al lado de una de las ciudades, lo que aceleró las negociaciones, culminando en la firma de un Tratado de Paz Eterna. “Seguro que no duró ni dos años. Y qué costumbre más fea tiene este Jaehaerys: todo el rato amenazando con sus dragoncitos…”. Jaehaerys se vio libre al fin para viajar al Norte. Lord Alaric le recibió igual de frío que recibió a la reina Alysanne, llegando a culparle expresamente de la muerte de su hermano Walton, que pereció reprimiendo la rebelión de las estrellas y Espadas en el Muro. Tan solo gracias a la mediación de Alysanne pudo llegarse a un acuerdo: la riqueza del Agasajo de Brandon, apoyo y fuente de sustento de la Guardia de la Noche, era exigua, así que la solución que propuso fue un Nuevo Agasajo al sur. Seducido por la reina, Alaric convenció a los señores para que cedieran esas tierras, doblando de un plumazo las posesiones de la Guardia de la Noche.

Ya de regreso en la capital, Jaehaerys reunió al Consejo Privado a instancias de Alysanne, que expuso lo que vio y oyó en su visita al Muro y Villatopo. Habló de la tradición de la “Primera noche”, o derecho de Pernada, que muchas mujeres padecieron a manos de sus señores feudales y cómo aún se practicaba por aquel entonces, lo que alarmó enormemente a la reina. Incluso entre los Targaryen se dio, pues el propio Orys Baratheon, en palabras de Jaehaerys, era una semilla de dragón hijo de lord Aerion, padre de Aegon el Dragón. Ante esta situación, Alyssane imploró que se aboliese el derecho de pernada, pero se topó con las reticencias de su propio esposo, temeroso ante la reacción de los nobles, y los demás consejeros allí reunidos… excepto el Septón Barth.

—Si se me permite la osadía, creo que su alteza la soberana tiene razón. Los primeros hombres hallarían un propósito en tal rito, pero los primeros hombres combatían con espadas broncíneas y regaban con sangre sus arcianos. No somos tales hombres y ya va siendo hora de atajar tales males, que se interponen ante el ideal de caballerosidad. Nuestros caballeros juran proteger la inocencia de las doncellas…, salvo si el señor a quien sirven desea deshonrar a alguna, al parecer. Pronunciamos nuestros votos matrimoniales ante el Padre y la Madre, prometiendo fidelidad hasta que el Desconocido nos separe, y en ningún pasaje de La estrella de siete puntas se dice que esas promesas no recen para los señores. No andáis errado, alteza: ciertos señores seguramente fruncirán el ceño, sobre todo en el Norte; pero todas las vírgenes nos lo agradecerán, así como todos los esposos, padres y madres, tal como ha dicho la reina. Sé que los fieles quedarán complacidos. Su altísima santidad hará oír su voz, no lo dudo.

fuego y sangre: el largo reinado: jaehaerys y alysanne:política, progenie y dolor

 

Así fue como se promulgó la segunda de las «leyes de la reina Alysanne»: la abolición del ancestral derecho de pernada. La virtud de una doncella recién casada pertenecería exclusivamente a su marido, ya se uniesen ante un septón o ante un árbol corazón. Cualquier otro hombre que la tomase en su noche de bodas o cualquier otra noche sería culpable del delito de violación.

En el quincuagesimoctavo año desde la Conquista de Aegon, los Siete Reinos estaban en paz y eran más prósperos que en ningún otro tiempo anterior. Para celebrarlo, se organizó un torneo en Desembarco del Rey el día del décimo aniversario de la coronación de Jaehaerys. Señores de todo el reino acudieron al gran evento, entre ellos sus hermanastros Boremund y Jocelyn y la septa Rhaella, la viva imagen de su hermana Aerea. Fueron buenos tiempos, un otoño dorado, una época de paz y plenitud… Pero se acercaba el invierno.

«Creo que ya es suficiente historia por hoy». El ocaso bañaba el patio de Grajal con sus últimos rayos de luz y hacía resplandecer el musgo violeta que colgaba del rostro del arciano. Había menos cuervos posados sobre el enorme árbol, pero el que me acompañó durante la lectura permanecía a mi lado, mirando fijamente al libro. Cuando decidí cerrarlo, me compensó con una cagada. «La madre que… Tú también te has cagado de miedo, ¿verdad, desgraciado?». Lo aparté de un manotazo y salió huyendo hacia la seguridad del arciano, posándose sobre su rostro, que me miraba airadamente con sus ojos rojos como la sangre y con una mueca en la boca. Aquella cara, más roja si cabe por el brillo del atardecer, me hizo recordar la sangrienta muerte de Aerea Targaryen. Me dieron ganas de rezar una plegaria al arciano para poder dormir esa noche y todas las siguientes, pero aquel rostro severo me hizo replantearme si lo mejor era abandonar aquel lugar cuanto antes. Entre graznidos cada vez más intensos de mi compañero de lectura, salí de aquella isla que llevaba su mismo nombre para dirigirme a mi celda. A pesar del mal rato que había vivido, mañana continuaría leyendo.

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