La mañana en que dejó los Jardines del Agua, su padre se levantó de la silla para besarla en ambas mejillas.

—El destino de Dorne va contigo, hija —le dijo mientras apretaba el pergamino contra su mano—. Viaja rápida, viaja segura, sé mis ojos y oídos y voz… pero por encima de todo, ten cuidado.
—Lo haré, padre —no derramó una lágrima. Arianne Martell era una princesa de Dorne, y los dornienses no malgastaban el agua a la ligera. Aunque estuvo cerca de hacerlo. No eran los besos de su padre ni sus entrecortadas palabras lo que hacían que sus ojos se humedeciesen, sino el esfuerzo que le había llevado a estar sobre sus pies, sus piernas temblando, sus articulaciones hinchadas e inflamadas a causa de la gota. Mantenerse en pie era un acto de amor. Mantenerse en pie era un acto de fe.

«Cree en mí. No le fallaré.»

Los siete partieron juntos en siete monturas de arena dornienses. «Un pequeño grupo viaja más rápido que uno mayor», pero la heredera de Dorne no cabalga sola. De Bondadivina vino Ser Daemon Arena, el bastardo; antes escudero de Oberyn, ahora escudo juramentado de Arianne. De Lanza del Sol dos valientes y jóvenes caballeros, Joss Hood y Garibald Shells, para unir sus espadas a la suya. De los Jardines del Agua siete cuervos y un alto mozo para cuidarlos. Su nombre era Nate, pero había estado trabajando con los pájaros tanto tiempo que todo el mundo le llamaba Plumas. Y puesto que una princesa debe tener algunas mujeres que la asistan, su compañía también incluía a la bella Jayne Ladybright y a la salvaje Elia Arena, una muchacha de catorce años.

Partieron dirección noroeste, a través de estepas, secas llanuras y pálidas arenas hacia Colina Fantasma, la fortaleza de la Casa Toland, donde el navío que les llevaría a través del Mar de Dorne les aguardaba.

—Envía un cuervo siempre que tengas noticias —le había dicho el Príncipe Doran—, pero informa sólo de lo que sepas que es cierto. Estamos perdidos en la niebla, asediados por rumores, falsedades, y cuentos de viajeros. No me atreveré a actuar hasta que sepa a ciencia cierta qué está ocurriendo.

«La guerra está ocurriendo —pensó Arianne—, y esta vez Dorne no se librará de ella».

—La perdición y la muerte se acercan —le había advertido Ellaria Arena, antes de despedirse del Príncipe Doran—. Es hora de que mis pequeñas serpientes se dispersen. Será lo mejor para sobrevivir a la masacre.

Ellaria volvía a los dominios de su padre en Sotoinfierno. Con ella iba su hija Loreza, que había alcanzado la edad de siete años. Dorea permanecía en los Jardines del Agua, una niña entre cien. Obella iba a ser enviada a Lanza del Sol para servir como copera a la esposa del castellano, Manfrey Martell.

Y Elia Arena, la mayor de las cuatro hijas que el Príncipe Oberyn había engendrado con Ellaria, cruzaría el Mar de Dorne con Arianne.

—Como una dama, no una lanza —le había dicho su madre firmemente, pero como todas las Serpientes de Arena, Elia tenía su propia opinión.

Cruzaron las arenas en dos largos días y dos noches, parando solo tres veces a cambiar de monturas. A Arianne se le antojó solitario, rodeada por tantos desconocidos. Elia era su prima, pero casi una niña, y Daemon Arena… Las cosas nunca habían sido las mismas entre ella y el Bastardo de Bondadivina después de que su padre rechazara su petición de mano. «Arena era un niño entonces, además de bastardo, no era el consorte apropiado para una princesa de Dorne. Lo tenía que haber sabido mejor que nadie. Y fue la voluntad de mi padre, no la mía». Al resto de sus compañeros apenas los conocía.

Arianne extrañaba a sus amigos. Drey y Garin y su dulce Slyva habían sido parte de ella desde que era pequeña, confidentes que habían compartido sus sueños y secretos, animándola cuando estaba triste, ayudándola a afrontar sus miedos. Uno de ellos la había traicionado, pero los echaba de menos a todos por igual. «Fue culpa mía». Arianne los había mantenido al margen de su plan para huir con Myrcella Baratheon y coronarla reina, un acto de rebelión con el objetivo de forzar la intervención de su padre, pero alguien se había ido de la lengua y había dado al traste con sus planes. La torpe conspiración no había logrado nada, aparte de costarle a Myrcella parte de su cara y a Ser Arys Oakheart, su vida.

Arianne echaba de menos también a Ser Arys, más incluso de lo que hubiera pensado. «Me amó locamente —se dijo—, incluso cuando nunca fui más que su confidente. Hice uso de él en mi cama y en mi plan; tomé su amor y su honor, y no le di más que mi cuerpo. Al final él no podía vivir con lo que habíamos hecho —¿por qué si no habría cargado su caballero blanco contra la alabarda de Areo Hotah, para morir de la forma que lo hizo?—. Fui una niña estúpida, jugando al juego de tronos como un borracho a los dados».

El coste de su error fue caro. Drey había sido enviado hasta Norvos, Garin exiliado a Tyrosh durante dos años, su dulce, tonta y sonriente Slyva entregada en matrimonio a Eldon Estermont, un hombre de edad suficiente como para ser su abuelo. Ser Arys había pagado con su sangre, Myrcella con una oreja. Sólo Ser Gerold Dayne había escapado. Estrellaoscura. Si el caballo de Myrcella no lo hubiera evitado en el último instante, su espada larga le habría abierto de pecho a cintura en vez de cortarle la oreja. Dayne era su pecado más grave, aquel del que Arianne más se lamentaba. Con un golpe de su espada, había tornado su fallido plan en algo sucio y sangriento. Si los dioses eran bondadosos, Obara Arena le habría colgado en su fortaleza, poniéndole fin. Le contó todo esto a Daemon Arena esa primera noche, mientras montaban el campamento.

—Cuidado con lo que rezáis, princesa —le respondió—. Estrellaoscura podría poner fin a Lady Obara con la misma facilidad.
—Ella tiene a Areo Hotah —el capitán de la guardia del Príncipe Doran había acabado con Ser Arys Oakheart con un solo golpe, aunque el hombre de la Guardia Real era supuestamente uno de los mejores caballeros del reino—. Ningún hombre puede vencer a Hotah.
—¿Es eso lo que es Estrellaoscura? ¿Un hombre? —Ser Daemon hizo una mueca—. Un hombre no le habría hecho lo que él le hizo a la Princesa Myrcella. Ser Gerold es más víbora que lo que vuestro tío nunca fue. El Principe Oberyn me avisó más de una vez de que era puro veneno. Es una lástima que nunca le diera por matarle.

«Veneno —pensó Arianne—. Sí. Bonito veneno». Así fue como le había engañado. Gerold Dayne era duro y cruel, pero de tan hermoso aspecto que la princesa no había creído la mitad de las historias que había oído acerca de él. Los chicos guapos siempre habían sido su debilidad, particularmente aquellos que tenían un lado oscuro y peligroso. «Eso era antes, cuando era sólo una chica —se dijo—. Ahora soy una mujer, la hija de mi padre. He aprendido esa lección».

Arianne Martell

Elia Arena, ilustración por Yvonne Bentley

Al romper el alba se pusieron en marcha. Elia Arena guiaba el camino, con su negra trenza volando tras ella mientras cabalgaba por las secas y agrietadas llanuras y colinas. La chica estaba loca por los caballos, por lo que quizá a menudo olía como ellos para desgracia de su madre. A veces Arianne se sentía mal por Ellaria. Cuatro hijas y cada una de ellas idénticas a su padre.
El resto del grupo mantenía un paso más sosegado. La princesa se sorprendió cabalgando junto a Ser Daemon, recordando otras cabalgadas cuando eran más jóvenes, cabalgadas que solían acabar en abrazos. Cuando se descubrió mirándole, alto y galante en su corcel, Arianne se recordó a sí misma que ella era heredera de Dorne y él nada más que su escudo.

—Decidme que sabéis acerca de este Jon Connington —le ordenó.
—Está muerto —dijo Daemon Arena—. Murió en las Tierras Disputadas. De tanto beber, he oído que se dice.
—¿Así que un muerto borracho dirige este ejército?
—Quizá este Jon Connington sea un hijo suyo. O simplemente es un mercenario inteligente que ha tomado el nombre de un hombre muerto.
—O nunca murió —¿podría Connington haber fingido estar muerto todos estos años? Eso requeriría una paciencia digna de su padre. El solo pensamiento la incomodó. Tratar con un hombre así de delicado podría ser peligroso—. ¿Cómo era antes de que… muriese?
—Era un niño en Bondadivina que fue enviado al exilio. Nunca conocí al hombre.
—Entonces decidme qué habéis oído de él.
—Como ordene mi princesa. Connington era Señor en Nido del Grifo cuando Nido del Grifo era un señorío que merecía la pena tener. Escudero del Príncipe Rhaegar, o uno de ellos. Más tarde su compañero y amigo. El Rey Loco le nombró mano en la Rebelión de Robert, pero fue derrotado en Septo de Piedra en la Batalla de las Campanas y Robert se le escapó. El Rey Aerys estaba furioso y mandó a Connington al exilio. Allí murió.
—O no —El Príncipe Doran ya le había contado todo esto. Debía haber más—. Esas son sólo las cosas que hizo. Ya sé todo eso. ¿Qué clase de hombre era? ¿Honesto y honorable, corrupto, avaro, orgulloso?
—Orgulloso, con toda certeza. Incluso arrogante. Un amigo fiel a Rhaegar, pero espinoso con los demás. Robert era su señor feudal, pero he oído que Connington odiaba servir a un señor como él. Por entonces, Robert ya era conocido como un amante del vino y las putas.
—¿No tuvo putas Lord Jon, entonces?
—No sabría decir. Algunos hombres mantienen en secreto esos asuntos.
—¿Tenía esposa? ¿Amante?
—No que yo haya oído —dijo Ser Daemon encogiendo los hombros.

Eso también era problemático. Ser Arys Oakheart había roto sus juramentos por ella, pero no parecía que Jon Connington pudiera ser tentado de la misma manera. «¿Podría enfrentarme a tal hombre solo con palabras?»

La princesa permaneció en silencio, mientras cavilaba sobre lo que podría encontrarse al final del viaje. Esa noche, cuando acamparon, se deslizó dentro de la tienda que compartía con Jayne Ladybright y Elia Arena y sacó el pergamino de su envoltorio para leerlo de nuevo.

 

Al Príncipe Doran de la Casa Martell,

Me recordaréis, espero. Conocí bien a vuestra hermana y fui un leal sirviente de vuestro buen hermano. Me lamento por ellos como haréis vos.
No fallecí, ni tampoco el hijo de vuestra hermana. Para salvar su vida le mantuvimos oculto, pero el tiempo de esconderse ha terminado. Un dragón ha vuelto a Poniente para reclamar su derecho por nacimiento y buscar venganza por la muerte de su padre y de la princesa Elia, su madre. En su nombre me dirijo a Dorne. No nos olvidéis.

Jon Connington, Señor de Nido del Grifo, Mano del Verdadero Rey.

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Arianne leyó la carta tres veces, luego la volvió a enrollar y la introdujo de vuelta en su manga. «Un dragón ha regresado a Poniente, pero no el dragón que mi padre esperaba». En ningún lugar se mencionaba a Daenerys de la Tormenta… ni al Príncipe Quentyn, su hermano, que había sido enviado a buscar a la reina dragón. La princesa recordó cómo su padre había presionado la pieza de sitrang de ónice contra la palma de su mano, mientras con su voz ronca y tenue le confesaba su plan. «Un largo y peligroso viaje, con un final incierto —pensó—. Ha partido para traernos nuestro deseo de corazón. Venganza. Justicia. Fuego y sangre».

Fuego y sangre era lo que Jon Connington, si en verdad era él, les ofrecía. ¿O no?

—Trae mercenarios, pero no dragones —le había dicho el Príncipe Doran la noche en la que llegó el cuervo—. La Compañía Dorada es la mejor y mayor de las compañías libres, pero diez mil mercenarios no podrán esperar ganar los Siete Reinos. El hijo de Elia… Lloraría de felicidad si alguna parte de mi hermana hubiera sobrevivido, ¿pero qué prueba hay de que es Aegon? —Su voz se rompió cuando dijo eso—. ¿Dónde están los dragones? —preguntó—. ¿Dónde está Daenerys? —Arianne supo que lo que en realidad estaba diciendo era «¿dónde está mi hijo?».

En el Sendahueso y en el Paso del Príncipe, dos huestes dornienses se habían asentado y allí esperaban, afilando sus lanzas, puliendo sus armaduras, jugando a los dados, bebiendo y peleando, sus cifras disminuyendo día a día, esperando, esperando, esperando que el Príncipe de Dorne los dirigiera sobre los enemigos de la Casa Martell. «Esperando a los dragones. Esperando fuego y sangre. Esperándome a mí». Una palabra de Arianne y esos ejércitos marcharían… siempre que esa palabra fuera dragón. Si en cambio la palabra que pronunciase fuera guerra, Lord Yronwood, Lord Fowler y sus ejércitos permanecerían en su sitio. Si algo era el Príncipe de Dorne era sutil; aquí guerra significaba espera.

Blasón de la Casa Toland

A media mañana del tercer día Colina Fantasma apareció ante ellos, con sus muros de color tiza blanca brillando sobre el oscuro azul Mar de Dorne. De las torres de la plaza en las esquinas del castillo ondeaban los estandartes de la Casa Toland; un dragón verde mordiendo su propia cola, sobre campo dorado. El sol y las estrellas de la Casa Martell pendían sobre la gran fortaleza central, dorado y rojo y naranja, desafiante.

Los cuervos habían volado con ventaja para avisar a Lady Toland de su llegada, así que las puertas del castillo estaban abiertas, y la hija mayor de Nymella cabalgó al encuentro junto a su mayordomo, cerca del pie de la colina. Alta y feroz, con un resplandor en su brillante pelo rojo cayendo sobre sus hombros, Valena Toland saludó a Arianne con un grito.

—¿Por fin has llegado, no? ¿Son lentos esos caballos?
—Lo suficientemente rápidos como para ganar al tuyo hasta las puertas del castillo —respondió Arianne.
—Eso ya lo veremos —Valena se volvió a su gran caballo rojizo y picó espuelas, dando por comenzada la carrera a través de las polvorientas calles del poblado al pie de la colina, mientras gallinas y aldeanos tropezaban por salirse de su camino. Arianne estaba tres cuerpos detrás cuando puso a su yegua al galope, pero había recortado a uno en la mitad de la cuesta. Ambas estaban lado a lado cuando entraron como un relámpago por la puerta de la guardia, pero a cinco yardas de las puertas de la ciudad Elia Arena vino volando desde la nube de polvo tras ellas y las pasó en su potra negra.
—¿Eres medio caballo, niña? —le preguntó Valena, riendo, en el patio del castillo—. Princesa, ¿has traído contigo a una moza de cuadras?
—Soy Elia —anunció la chica—. Lady Lanza.

Cualquiera que ostentara ese nombre tenía mucho por lo que responder. Como había hecho el Príncipe Oberyn, aunque la Víbora Roja nunca había respondido ante nadie excepto ante sí mismo.

—La niña caballero —dijo Valena—. Sí, he oído hablar de ti. Como has sido la primera en llegar, has ganado el honor de abrevar y cuidar a los caballos.
—Y después de eso encuentra el baño —le dijo la Princesa Arianne. Elia era tiza y polvo desde los tobillos hasta el pelo.

Esa noche Arianne y sus caballeros cenaron con Lady Nymella y sus hijas en el gran salón del castillo. Teora, la hija más joven, tenía el mismo pelo rojo que su hermana, pero no podrían haber sido más diferentes. Baja, rellenita y tan tímida que podría haber pasado por muda, mostraba más interés en su ternera especiada y pato con miel que en los gentiles y jóvenes caballeros de la mesa, y parecía contenta en dejar a su señora madre y su hermana hablar por la Casa Toland.

—Hemos oído los mismos rumores aquí que los que vosotros habéis oído en Lanza del Sol —les dijo Lady Nymella mientras un sirviente servía el vino—. Mercenarios desembarcando en Cabo de la Ira, castillos siendo asediados o tomados, campos aprovechados o quemados. De dónde vienen estos hombres y quiénes son, nadie lo sabe a ciencia cierta.
—Piratas y aventureros, oímos al principio —dijo Valena—. Entonces se supuso que sería la Compañía Dorada. Ahora se dice que es Jon Connington, la Mano del Rey Loco, que ha vuelto de la tumba para reclamar lo que es suyo por derecho. Quienquiera que sea, el Nido del Grifo ha caído ante él. Aguasmil, Nido del Cuervo, Niebla, incluso Piedraverde en su isla. Todo tomado.

Los pensamientos de Arianne se posaron en su dulce Slyva.

—¿Quién querría Piedraverde? ¿Hubo una batalla?
—No que hayamos oído, pero todos estos rumores son inciertos.
—Tarth ha caído también, algunos pescadores pueden decírtelo —dijo Valena—. Estos mercenarios poseen ahora casi todo el Cabo de la Ira y la mitad de los Peldaños de Piedra. Hemos oído hablar de elefantes en el bosque de lluvia.
—¿Elefantes? —Arianne no sabía qué pensar de eso—. ¿Estás segura? ¿No serán dragones?
—Elefantes —dijo Lady Nymella firmemente.
—Y krakens en el Brazo Roto, emergiendo de galeras hundidas —dijo Valena—. Dice nuestro maestre que la sangre les empuja hacia la superficie. Hay cuerpos en el agua; unos cuantos han llegado a nuestras costas. Y eso no es ni la mitad de todo. Un nuevo pirata se ha proclamado rey a sí mismo. El Señor de las Aguas, se llama a sí mismo. Tiene navíos de guerra de verdad, tres cubiertas monstruosamente grandes. Fuisteis sabios en no venir por mar. Desde que la flota de Redwyne pasó por los Peldaños de Piedra, esas aguas están llenas de extraños navíos, todo el camino al norte hasta las costas de Tarth y la Bahía de los Naufragios. De Myr, Volantis, Lys, incluso asaltantes de las Islas de Hierro. Algunos han entrado en el Mar de Dorne para desembarcar hombres en la costa sur del Cabo de la Ira. Hemos encontrado un buen barco, y rápido, como vuestro padre ordenó, pero incluso así… Tened cuidado.
—Es cierto, entonces —Arianne quería preguntar por su hermano, pero su padre había le había recomendado en medir cada palabra. «Si estos navíos no han traído a Quentyn a casa de nuevo con su reina dragón, mejor no mencionarle». Sólo su padre y unos pocos de sus mejores confidentes sabían acerca de la misión de su hermano en la Bahía de los Esclavos. Lady Toland y sus hijas no estaban entre ellos. Si fuera Quentyn, habría traído a Daenerys de vuelta a Dorne, sin lugar a dudas. «¿Por qué se arriesgaría a desembarcar en el Cabo de la Ira, en medio de los señores de la tormenta?».
—¿Dorne está amenazado? —preguntó Lady Nymella—. Lo confieso, cada vez que veo un navío desconocido se me pone el corazón en la garganta. ¿Qué pasaría si estos navíos se dirigieran al sur? La mejor parte de la fuerza de Toland está con Lord Yronwood en el Sendahueso. ¿Quién defenderá Colina Fantasma si estos extraños desembarcan en nuestras costas? ¿Debería llamar a mis hombres a casa?
—Vuestros hombres son necesarios donde están, mi señora —le aseguró Daemon Arena. Arianne estuvo rápida en asentir. Cualquier otro consejo bien podría hacer que la hueste de Lord Yronwood se deshilachase como un viejo tapiz si cada hombre volviera a casa para proteger sus propias tierras contra supuestos enemigos que podrían o no podrían venir jamás—. Una vez que sepamos sin duda si son amigos o enemigos, mi padre sabrá qué hacer —dijo la princesa.

Fue entonces cuando la dulce, rechoncha Teora alzó sus ojos de las tartas de crema en su plato.

—Son dragones.
—¿Dragones? —dijo su madre—. Teora, no seas loca.
—No lo soy. Vienen.
—¿Cómo podrías tú saber eso? —le preguntó su hermana, que una nota de burla en su voz—. ¿Uno de tus pequeños sueños?

Teora asintió débilmente, su mandíbula temblaba.

—Estaban bailando. En mi sueño. Y allí donde los dragones bailaban la gente moría.
—Los Siete nos protejan —Lady Nymella suspiró exasperadamente—. Si no comieras tantas tartas de crema no tendrías esos sueños. Las comidas ricas no son para chicas de tu edad, cuando tus humores están desbalanceados. El maestre Toman dice …
—Odio al maestre Toman —dijo Teora.

Entonces se levantó de la mesa, dejando que su señora madre diera las disculpas por ella.
—Sed gentil con ella, mi señora —dijo Arianne—. Recuerdo cuando yo tenía su edad. Mi padre estaba desesperado conmigo, estoy segura.
—Puedo atestiguar eso —Ser Daemon tomó un sorbo de vino—. La Casa Toland tiene un dragón en sus estandartes.
—Un dragón comiéndose su propia cola, sí —dijo Valena—. Desde los días de la Conquista de Aegon. No conquistó esta ciudad. En cualquier lugar quemaba a sus enemigos, él y sus hermanas, pero nosotros nos desvanecimos antes que eso, dejando sólo piedra y arena que pudiera quemar. Una y otra vez vinieron los dragones, mordiéndose sus colas en busca de algo de comer, hasta que estuvieron enredados en nudos.
—Nuestros antepasados tomaron parte en eso —dijo orgullosamente Lady Nymella—. Valientes hazañas se realizaron y hombres valientes murieron. Todo esto fue escrito por los maestres que nos sirvieron. Tenemos libros, si mi princesa quisiera saber más.
—Quizá en otra ocasión —dijo Arianne.

Mientras Colina Fantasma dormía esa noche, la princesa se protegió del frío en una capa con capucha y anduvo por las almenas del castillo para despejar sus pensamientos. Daemon Arena la encontró apoyada en un parapeto escrutando el mar, donde la luna bailaba en el agua.

—Princesa —dijo—, deberíais estar en la cama.

—Podría decir lo mismo de vos —Arianne se volvió para mirarle a la cara. Una bonita cara. «El chico que conocí se ha convertido en un hombre apuesto —sus ojos eran tan azules como el cielo del desierto, su pelo del marrón claro de las arenas que habían cruzado. Una barba corta seguía hasta una mandíbula fuerte que no ocultaba los hoyuelos al sonreír—. Siempre he amado su sonrisa».

El bastardo de Bondadivina era una de las mejores espadas de Dorne, como debía esperarse de alguien que había sido el escudero del Príncipe Oberyn y había recibido su título de caballero de la misma Víbora Roja. Algunos decían que había sido el amante de su tío también, pero rara vez a su cara. Arianne no sabía la verdad acerca de eso. Había sido su amante, también. A los catorce años ella le había entregado su virginidad. Daemon no era mucho mayor entonces, así que sus relaciones habían sido tan torpes como ardientes. Aún así, había sido dulce. Arianne le dio su más seductora sonrisa.

—Podríamos compartir una cama juntos.

La cara de Ser Daemon era de piedra.

—¿Lo habéis olvidado, princesa? Soy un bastardo —Arianne puso su mano en la de él—. Si no soy digno de esta mano, ¿cómo puedo ser digno de vuestro coño?
—Os merecéis una bofetada por eso —contestó Arianne mientras retiraba su mano.
—Mi cara es vuestra. Haced lo que os plazca.
—Lo que me place a vos no lo hace, parece. Así sea. En vez de ello, hablad conmigo. ¿Podría este ser el verdadero Príncipe Aegon?
—Gregor Clegane arrancó a Aegon de los brazos de Elia y reventó su cabeza contra un muro —dijo Ser Daemon—. Si el príncipe de Lord Connington tiene la cabeza quebrada, creeré que Aegon Targaryen ha vuelto de la tumba. En caso contrario, no. Este es un falso chico, nada más. Un plan de un mercenario para ganar apoyos.

«Mi padre teme lo mismo».

—Si no… si este en verdad es Jon Connington, si el chico es el hijo de Rhaegar…
—¿Tenéis esperanzas de que lo sea, o de que no?
—Yo… daría una gran felicidad a mi padre que el hijo de Elia estuviera todavía vivo. Quería mucho a su hermana.
—Pregunté acerca de vos, no de vuestro padre.

Así era.

—Tenía siete años cuando Elia murió. Dicen que sostuve a su hija Rhaenys una vez, cuando era demasiado joven para recordar. Aegon será un extraño para mí, sea el verdadero o no —la princesa hizo una pausa—. Buscamos a la hermana de Rhaegar, no a su hijo —su padre había confiado en Ser Daemon cuando le eligió para ser el escudo de su hija; con él al menos podría hablar con libertad—. Preferiría que fuera Quentyn quien hubiese regresado.
—Eso es lo que decís —dijo Daemon Arena—. Buenas noches, princesa —se inclinó ante ella, y la dejó allí.

«¿Qué quería decir con eso? —pensó Arianne al observar a Daemon alejarse— ¿Qué clase de hermana sería yo, si no quisiera a mi hermano de vuelta?». Era cierto, estaba resentida con Quentyn por todos esos años que había pensado que su padre le iba a nombrar heredero en lugar de ella, pero eso había sido sólo un malentendido. Ella era la heredera de Dorne, tenía la palabra de su padre. Quentyn podía tener a su reina dragon, Daenerys.

En Lanza de Sol había un retrato de la Princesa Daenerys que había llegado a Dorne para casarse con uno de los antepasados de Arianne. En sus más tempranos días, Arianne había pasado horas mirándolo, cuando era sólo una rechoncha chica de pecho plano en la cúspide de su doncellez que rezaba todas las noches a los dioses para que la hicieran guapa. «Hace cien años, Daenerys Targaryen vino a Dorne para firmar la paz. Ahora otra llegaba para hacer la guerra, y mi hermano será su rey y consorte. El Rey Quentyn». ¿Por qué sonaba tan tonto?

Arianne, ilustración por Martina Cecilia

Casi tan tonto como Quentyn montando en un dragón. Su hermano era un chico formal, bien formado y obediente, pero aburrido. Y simple, muy simple. Los dioses le habían dado a Arianne la belleza por la que había rezado, pero Quentyn debía haber rezado por algo diferente. Su cabeza era alargada y con forma de cuadrado, su pelo del color del barro seco. Sus hombros abultados, y era demasiado grueso por el centro. Se parecía mucho a su padre.

—Quiero a mi hermano —dijo Arianne, pero sólo la luna pudo oírla.

Aunque la verdad sea dicha, apenas le conocía. Quentyn había sido adoptado por Lord Anders de la Casa Yronwood, el Sangrereal, el hijo de Lord Ormond Yronwood y nieto de Lord Edgar. En su juventud su tío Oberyn había luchado en duelo con Edgar, al que hizo una herida que se le infectó y mato. Después de eso, los hombres le llamaron “la Víbora Roja” y hablaban de veneno en su espada. Los Yronwood eran una casa antigua, orgullosa y poderosa. Antes de la venida de los Rhoynar habían sido reyes de la mitad de Dorne, con dominios que empequeñecían los de la Casa Martell. El feudo de sangre y la rebelión pudieron seguramente haber seguido con la muerte de Lord Edgar, si su padre no hubiera actuado de inmediato. La Víbora Roja fue a Antigua, desde allí a través del Mar Angosto hasta Lys, aunque ninguno se atrevió a llamarlo exilio. Y a su debido tiempo, Quentyn fue enviado con Lord Anders como huésped en señal de confianza.

Eso ayudó a cerrar las rencillas entre Lanza del Sol y Yronwood, pero había abierto otras nuevas entre Quentyn y las Serpientes de Arena… y Arianne había estado siempre más cerca de sus primas que de su hermano distante.

—Seguimos siendo la misma sangre —susurró—. Por supuesto que quiero a mi hermano en casa. Lo quiero en casa —el viento del mar le puso la piel de gallina en los brazos. Arianne se cubrió con la capa, y fue a buscar su cama.

Su barco se llamaba El Peregrino. Partieron al amanecer. Los dioses fueron bondadosos con ellos, pues el mar estaba calmado. Incluso con el viento enviado por los dioses, cruzar les costó un día y una noche. Jayne Ladybright tenía el rostro verdoso y pasó la mayoría del viaje vomitando, lo que Elia Arena parecía encontrar desternillante.

—Alguien necesita azotar a esa niña —se le oyó decir a Joss Hood… pero Elia estaba entre quienes lo oyeron.
—Soy casi una mujer, ser —respondió altivamente—. Os dejaré azotarme a mi… pero primero combatir conmigo y desmontadme de mi caballo.
—Estamos en un barco. Y sin caballos —respondió Joss.
—Y las señoritas no justan —insistió Ser Garibald Shells, un hombre de lejos más serio y apropiado que su compañero.
—Sí que justo. Soy la Dama Lanza.
—Puede que seas una lanza, pero no eres una dama —Arianne había oído suficiente—. Ve abajo y permanece allí hasta que lleguemos a tierra.

Aparte de esto el viaje no tuvo más eventos dignos de mención. Al atardecer divisaron una galera en la distancia, con sus remos alzándose y cayendo contra las estrellas de la tarde, pero se alejaba de ellos y pronto lo perdieron de vista. Arianne jugó una partida de sitrang con Ser Daemon y otra con Garibald Shells, y de alguna forma se las arregló para perder ambas. Ser Garibad fue suficientemente amable para decir que había jugado una galante partida, pero Daemon se burló de ella.

—Tenéis otras piezas aparte del dragón, princesa. Prueba a moverlas alguna vez.
—Me gusta el dragón —Arianne quiso abofetearlo. O besarle en su lugar. El hombre era tan presumido como cómico. «De todos los caballeros en Dorne, ¿por qué mi padre eligió a este para ser mi escudo? Conoce nuestra historia»—. Es sólo un juego. Habladme del Príncipe Viserys.
—¿El Rey Mendigo? —Ser Daemon parecía sorprendido.
—Todo el mundo dice que el Príncipe Rhaegar era hermoso. ¿Era Viserys hermoso también?
—Supongo. Era un Targaryen. Nunca vi a ese hombre.

El pacto secreto que el Príncipe Doran había hecho todos esos años era casar a Arianne con Viserys, no a Quentyn con Daenerys. Todo se había deshecho en el Mar Dothraki, cuando fue asesinado. Coronado con un caldero de oro fundido.

—Fue asesinado por un khal Dothraki —dijo Arianne—. El marido de la propia reina dragón.
—Eso he oído. ¿Y qué?
—Solo… ¿por qué Daenerys dejó que pasara? Viserys era su hermano. Todo lo que quedaba de su propia sangre.
—Los Dothraki son un pueblo salvaje. ¿Quién puede saber por qué matan? Quizás Viserys se limpió el culo con la mano equivocada.

«Quizá —pensó Arianne—, o quizá Daenerys se dio cuenta de que una vez su hermano fuera coronado y casado conmigo, ella se vería condenada a pasar el resto de su vida durmiendo en una tienda y oliendo a caballo».

—Ella es la hija del Rey Loco— dijo la princesa—. ¿Cómo sabemos…?

—No podemos saberlo —dijo Ser Daemon—. Solo podemos esperar.

Traducido por Los Siete Reinos

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